Richards empezó a regresar por el estrecho pasillo hacia el compartimento de primera. Friedman, el encargado de comunicaciones, no le miró siquiera. Ni tampoco Donahue. Richards cruzó ante la zona de cocina y se detuvo.
El aroma a café era intenso y reconfortante. Se sirvió una taza, añadió un poco de crema instantánea y se sentó en uno de los lugares reservados a las azafatas fuera de servicio. La cafetera burbujeaba y despedía vapor.
En los refrigeradores había una dotación completa de alimentos congelados de aspecto muy apetitoso, con los correspondientes botellines de bebida.
«Aquí, cualquiera podría pillar una buena borrachera», pensó.
Dio un sorbo a su café. Era fuerte y sabroso. La cafetera seguía burbujeando.
«Aquí estamos», se dijo dando un último sorbo. Sí, no había duda de ello. Allí estaba, sorbiendo un café.
A su alrededor, la batería de cocina del aparato estaba perfectamente colocada en sus lugares correspondientes. El fregadero de acero inoxidable refulgía como una joya cromada en un mueble de formica. Y, siempre, la cafetera burbujeando y despidiendo vapor sobre la plancha de calentar. Sheila siempre le había pedido una cafetera de esa marca. «Las Silex duran mucho», decía.
Richards se echó a llorar.
En la zona de cocina había también un pequeño water en el que sólo se habían posado las nalgas de las azafatas. La puerta estaba entreabierta y Richards alcanzó a ver incluso el agua azulada, estrictamente desinfectada, de la taza. Defecar en un ambiente de refinado esplendor a cincuenta mil pies de altitud…
Se sirvió una nueva taza, contempló la cafetera burbujeante y se echó a llorar otra vez. Su llanto era reposado y absolutamente silencioso, y cesó al mismo tiempo que terminaba la segunda taza de humeante café.
Se levantó y dejó la taza en el fregadero. Asió la cafetera por el mango de plástico marrón y vertió con cuidado su contenido en el desagüe. El grueso cristal de la cafetera quedó bañado de grandes gotas de vapor condensado.
Se limpió los ojos con la manga de la chaqueta y volvió a penetrar en el estrecho pasillo. Entró en el compartimento de Donahue con la cafetera en la mano.
—¿Quiere un poco de café? —preguntó.
—No —respondió Donahue lacónicamente, sin levantar la vista.
—Claro que sí —replicó Richards.
Alzó un pesado recipiente sobre la cabeza inclinada de Donahue y lo descargó sobre su cráneo con toda la fuerza de que fue capaz.