…Menos 10 y contando…

—¡Jesús! —musitó Richards, en el quicio de la portezuela de la cabina.

Holloway se volvió hacia él.

—Hola —masculló el piloto, que acababa de hablar con algo denominado VOR Detroit.

Duninger estaba tomando un café.

Los dos tableros de control estaban desatendidos, pero seguían ofreciendo datos y guiando los elementos de vuelo como si respondieran a las instrucciones de unas manos y unos pies fantasmagóricos. Los indicadores giraban, las luces destellaban, y parecía producirse un enorme y constante entrar y salir de datos… que nadie recogía.

—¿Quién está llevando el autobús? —preguntó Richards, fascinado.

—Otto —repuso Duninger.

—¿Otto?

—Otto, el piloto automático, ¿entiende? Un juego de palabras malísimo —dijo Duninger con una sonrisa—. Me alegro de tenerle en el equipo, camarada. Quizá no se lo crea, pero algunos de los muchachos estaban a su favor.

Richards asintió con aire evasivo.

Holloway asomó en el angosto pasillo y dijo:

—A mí Otto también me asombra, aunque haga ya veinte años que lo utilizamos. Sin embargo, es absolutamente seguro. Y terriblemente sofisticado. Hace que los antiguos pilotos automáticos parezcan…, bueno, son como cajas de madera de naranjo al lado de unos muebles estilo Chippendale.

—¿De veras? —inquirió Richards, con la mirada fija en la oscuridad de la cabina.

—Sí. Se señala un P. D., el Punto de Destino, y Otto se encarga de todo, ayudado continuamente por el radar de voz. Otto hace totalmente superflua la presencia del piloto, salvo para el despegue y el aterrizaje, o cuando se presenta un problema.

—¿Y se puede hacer gran cosa si realmente se produce un problema? —preguntó Richards.

—Se puede rezar —respondió Holloway.

Quizá pretendía sonar gracioso, pero la frase le salió tan extrañamente sincera que quedó flotando en la cabina.

—Ese volante ¿realmente lleva la nave? —continuó Richards.

—Sólo hacia arriba o hacia abajo —le explicó Duninger—. Lo llamamos timón. Los pedales controlan la inclinación lateral.

—Suena tan fácil como conducir un carrito de niño.

—Es un poco más complicado, pero no mucho —continuó Duninger con una sonrisa—. Digamos que hay unos cuantos botones más que pulsar.

—¿Y qué sucede si Otto deja de funcionar?

—Eso no sucede nunca pero, si ocurriera, el piloto puede encargarse de la nave desconectándolo. Sin embargo, el ordenador no se equivoca nunca, camarada.

Richards quiso marcharse, pero la visión del timón y de los minúsculos ajustes que efectuaban los pedales le retuvo en la cabina. Holloway y Duninger se concentraron de nuevo en su trabajo. Las comunicaciones con la torre y las series de números casi esotéricas que recitaban se confundían con el crujido de la electricidad estática.

Holloway volvió la vista atrás una vez y pareció sorprendido al encontrarle allí todavía. Sonrió y señaló hacia la oscuridad.

—Pronto verá aparecer Harding.

—¿Cuánto queda?

—En cinco o seis minutos podrá ver el resplandor en el horizonte.

En cuanto Holloway se dio la vuelta, Richards abandonó la cabina. El piloto comentó con su segundo:

—Me alegraré cuando ese tipo nos deje. Me da miedo.

Duninger bajó la mirada, malhumorado, con el rostro bañado por la luz verde y fluorescente del panel de instrumentos.

—No le gusta Otto, ¿te has fijado?

—Sí —respondió Holloway.