…Menos 12 y contando…

Transcurrió una hora.

Las imágenes siguieron superponiéndose en su mente. Stacey. Bradley. Elton Parrakis con su cara aniñada. Una huida de pesadilla. La llama de la última cerilla para encender los periódicos en el sótano del hostal de la Y.M.C.A. Los coches a gasolina derrapando entre chirridos, los fusiles automáticos escupiendo fuego. La voz ronca de Laughlin. La imagen de aquellos dos niños, jóvenes agentes de la Gestapo.

«Bueno —se dijo—. ¿Por qué no?»

Ahora no tenía vínculos y, desde luego, carecía de moral. ¿Acaso la moral podía contar en algo para un hombre solo y a la deriva? Killian había expuesto con toda claridad, con tranquila y amable brutalidad, la soledad en que Richards se encontraba. Bradley y su apasionada propaganda contra la contaminación atmosférica parecían ahora tan distantes, irreales y carentes de importancia… Los filtros nasales. Sí, en otro momento la cuestión de los filtros nasales había parecido muy importante. Pero ya no.

«El pobre que siempre llevarás contigo.»

Cierto. Incluso el propio Richards había producido un ser más para la máquina de matar. Con el tiempo, los pobres se adaptarían, mutarían. Sus pulmones producirían su propio sistema de filtración en un plazo de diez mil años, o de cincuenta mil, y finalmente se levantarían, se desprenderían de sus filtros artificiales y verían a sus amos agitarse, jadear y perder la vida, ahogados en una atmósfera en la que el oxígeno sólo jugaba un papel insignificante. Y en el fondo, ¿qué le importaba ahora el tiempo futuro? Ahora, todo era despreciable para Richards.

Habría una época de desastres. Sin embargo, los amos podrían preverla y prevenirla. Incluso habría estallidos de violencia y momentos de rebelión. ¿Habría nuevos intentos abortados de hacer público otra vez el envenenamiento deliberado del aire que respiraban? Quizá, pero los amos podrían hacerse cargo de ello. Y se ocuparían de él, en previsión del momento en que él pudiera ocuparse de ellos. Richards comprendió instintivamente que podría hacerlo. Sospechó que incluso tenía una cierta capacidad genial para llevarlo a cabo. Y ellos le ayudarían, le curarían. Médicos y medicinas. Un lavado de cerebro. Un cambio de mentalidad.

Y luego la paz.

La contradicción enraizada como una mala hierba en lo más hondo de su ser.

Richards ansiaba la paz fervientemente, como el hombre anhela el agua en pleno desierto.

Amelia Williams lloraba incesantemente en su asiento, pese a que ya hacía muchas horas que sus lágrimas hubieran debido agotarse, en buena lógica. Richards se preguntó con indiferencia qué sería de ella en el futuro. Difícilmente se la podría devolver a su marido y a su familia en el estado en que se hallaba; sencillamente, no era la misma mujer que se había detenido en un stop rutinario con la cabeza llena de recetas y reuniones, de clubes y de cocinas. La mujer estaba en la Lista Negra, era una persona peligrosa. Richards supuso que habría fármacos y terapias para volverla a la normalidad. Sí; debía de haber sistemas para volver al Lugar Donde Se Bifurcan Dos Caminos, para determinar la razón por la que se había escogido el camino equivocado. Un carnaval de oscuras asociaciones mentales.

Sintió de pronto el impulso de acercarse a ella, de consolarla, de asegurarle que no estaba tan mal, que un simple par de esparadrapos de psiquiatra la recompondrían, la harían incluso mejor de lo que era antes.

Sheila. Cathy.

Los nombres se repetían en su mente como tañidos de campanas, como palabras dichas una y otra vez hasta quedar reducidas al absurdo. Di tu nombre doscientas veces seguidas y descubrirás que no tienes. Sentir lástima le resultaba imposible; sólo era capaz de albergar una confusa sensación de irritación y turbación. Le habían escogido, le habían hecho correr como un conejo y, al final, no había resultado ser más que un bufón. Recordó a un chico de su escuela que se había puesto en pie para realizar la Promesa de Fidelidad y, en medio de la clase, se le habían caído los pantalones.

El avión seguía con su zumbido. Richards se sumergió en un duermevela. Las imágenes iban y venían sin orden ni concierto; episodios enteros pasaban ante sus ojos sin el menor color emocional.

Y, por fin, un último álbum de instantáneas: una copia satinada de veinticinco por veinte tomada por un aburrido fotógrafo de la policía que quizá mascaba chicle. Prueba C, damas y caballeros del jurado. Un cuerpecito roto y ensangrentado en una cuna revuelta. Manchas y regueros de sangre en las paredes de estuco barato y en el móvil de Mamá Oca, comprado por una moneda. Un gran coágulo viscoso en el osito de peluche de segunda mano, al que faltaba un ojo.

Se despertó de pronto y se incorporó de un brinco, con la boca abierta en un grito de espanto. La fuerza con que sus pulmones expelieron el aire fue tal que la lengua le vibró como una vela al viento. Todo, absolutamente todo en el compartimento de primera clase se hizo de pronto clara y vibrantemente real, sobrecogedor, terrible. Todo adquirió la granulada realidad de un espantoso reportaje de noticiario. Laughlin destrozado en aquel almacén de Topeka, por ejemplo. Todo era muy real y en technicolor.

Amelia soltó al unísono un grito aterrorizado y se contrajo en el asiento con los ojos desorbitados, como dos picaportes de porcelana, intentando meterse todo el puño en la boca.

Donahue apareció a toda prisa por el pasillo, empuñando su pistola. Sus ojos eran dos entusiastas perlas negras.

—¿Qué sucede? ¿Algo va mal? ¿McCone?

—No —respondió Richards, notando que el corazón remitía en su galope lo bastante para que su voz no sonara desesperada y agobiada—. He tenido una pesadilla. Mi hijita…

—¡Ah!

La expresión de Donahue se dulcificó en un gesto de fingida simpatía. Se le notaba la falta de práctica. Quizá seguiría siendo un pobre diablo toda su vida. Cuando se volvía para irse, Richards le llamó:

—¿Donahue?

El aludido dio media vuelta, cansinamente.

—Antes le di un buen susto, ¿verdad? —preguntó Richards.

—No.

Tras este monosílabo Donahue se alejó por el pasillo. El tipo era cuellicorto, y sus nalgas, dentro del ceñido uniforme azul, parecían las de una chica.

—Podría asustarle más todavía —insistió Richards—. Podría amenazar con arrancarle los filtros nasales.

Donahue hizo mutis de la escena.

Richards cerró los ojos de cansancio. La foto satinada volvió a aparecer ante él. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos. La fotografía satinada desapareció. Aguardó un poco y, cuando tuvo la seguridad de que no iba a reaparecer (al menos de momento), abrió los párpados y pulsó el botón del Libre-Visor.

El aparato se iluminó, mostrando a Killian.