Dan Killian seguía hablando. Quizá llevaba un buen rato haciéndolo, pero Richards le oía sólo en la distancia, con su voz distorsionada por un extraño eco que resonaba en su mente. Era como estar atrapado en un pozo profundo y oír a alguien que hablaba desde el brocal. Su mente había entrado en una oscuridad insondable, y las tinieblas servían de telón de fondo para una especie de pase de diapositivas mentales. Una vieja foto de Sheila caminando apresuradamente por las galerías comerciales de Co-op City con una carpeta llena de hojas sueltas bajo el brazo. En esa época, las faldas micro se habían puesto de moda nuevamente. Una imagen congelada de ellos dos sentados en la punta de la escollera del puerto (entrada gratuita), de espaldas a la cámara, contemplando el agua con las manos entrelazadas. Una instantánea en color sepia de un hombre joven con un traje que le venía grande y una muchacha con el mejor vestido de su madre —guardado especialmente para la ocasión—, frente a un juez de paz con una gran verruga en la nariz. Durante la noche de bodas, se habían reído mucho de aquella verruga. Una fotografía en blanco y negro de un hombre sudoroso, con el pecho descubierto bajo un traje protector de plomo, y dedicado a limpiar las palancas y tuberías de un potente motor en un enorme subterráneo abovedado, que una serie de tubos fluorescentes se encargaba de iluminar. Una foto en colores suaves (difuminados para que no se apreciara el fondo desolado y triste) de una mujer embarazada mirando por una ventana de raídas cortinas a su hombre, de regreso al hogar. La luz es como una suave caricia en sus mejillas. Una última imagen: otra vieja instantánea de un tipo delgado sosteniendo en alto la minúscula forma de un recién nacido, en una curiosa mezcla de gesto amoroso y de triunfo, con una enorme sonrisa de satisfacción en el rostro.
Las imágenes empezaron a pasarle más y más aprisa, como en un torbellino, sin provocarle ya sensación alguna de dolor, de amor o de ausencia; no, ya no. Lo único que sentía Richards ahora era el frío aturdimiento de la novocaína.
Killian le aseguró que la Cadena no tenía nada que ver con las muertes, que se había tratado de un terrible accidente. Richards supuso que debía creerles, no sólo porque la historia parecía demasiado falsa como para que no fuera verdad, sino porque Killian sabía que si Richards aceptaba la oferta su primera escala sería en Co-op City, donde una sola hora en las calles le pondría en antecedentes de lo sucedido.
Habían sido los merodeadores. Tres de ellos. (¿O acaso era un disfraz?, se preguntó Richards, con un repentino vuelco del corazón. Sheila había mostrado un tono de voz ligeramente furtivo durante su breve conversación telefónica, como si ocultara algún secreto.) Probablemente, Sheila y Cathy se habían visto amenazadas y su esposa había tratado de proteger a la pequeña. Ambas habían muerto de heridas de arma blanca, según Killian.
Este último pensamiento le devolvió a la realidad.
—¡No me venga con ésas! —gritó de improviso. Amelia retrocedió de un salto y se tapó el rostro inmediatamente—. ¿Qué ha sucedido? ¡Cuénteme ahora mismo los detalles!
—No puedo decirle mucho más. Su esposa recibió sesenta puñaladas.
—Sheila… —gimió Richards con voz hueca. Killian frunció el ceño.
—¿Le gustaría disponer de un poco de tiempo para pensar en todo esto, Richards? —inquirió.
—Sí. Sí, me gustaría.
—Lo siento muchísimo, camarada —añadió Killian—. Le juro por mi madre que no hemos tenido nada que ver. Nuestra actuación habitual hubiera consistido en tenerlas apartadas de usted y concederle derecho a visitas. Ningún hombre, de eso estamos seguros, trabajaría voluntariamente para la gente que ha asesinado a su familia.
—Necesito tiempo para pensarlo.
—Como Jefe de Cazadores —insistió Killian con voz reposada—, podría usted buscar a esos cerdos y darles su merecido sin contemplaciones. Y no sólo a ellos, sino a otros muchos parecidos.
—Quiero pensármelo. Adiós.
—Yo…
Richards alargó la mano y desconectó el Libre-Visor. Permaneció en su asiento como un bloque de piedra. Las manos le colgaban sin fuerza entre las rodillas. El avión seguía ronroneando en las tinieblas.
Todo estaba consumado, meditó Richards. Absolutamente todo.