…Menos 14 y contando…

—Ese chico es muy bueno —dijo Richards a Killian con voz cansada cuando Donahue hubo desaparecido de nuevo—. Sólo he conseguido que parpadeara, cuando pensaba que iba a mearse en los pantalones.

Richards empezaba a advertir una extraña doble visión que iba y venía. Se palpó de nuevo el costado, cuidadosamente. La sangre empezaba a coagularse por segunda vez, a duras penas.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó—. ¿Ha instalado cámaras en el aeropuerto para que todo el mundo pueda ver cómo el peligroso criminal es despachado al otro mundo?

—Ahora vamos con el trato —respondió Killian sin alzar la voz.

Las facciones de su rostro eran impenetrables. Fuera cual fuese el secreto que guardaba, ahora parecía tenerlo justo bajo la superficie. Richards lo advirtió y, de pronto, se sintió de nuevo lleno de temor reverente. Deseó alargar el brazo y desconectar el aparato, dejar de oírlo para siempre. Notó que en sus entrañas se iniciaba un lento y terrible temblor. Una agitación auténtica y visible. Sin embargo, no pudo decidirse a accionar el mando. Naturalmente que no. Después de todo, era gratuita…

—¡Aduéñate de mí, oh Satán! —dijo con voz pastosa.

—¿Cómo?

Killian parecía aturdido.

—Nada, nada. Vamos a ver qué tiene que decirme.

Sin embargo, Killian no dijo nada. Se miró las manos con gesto reflexivo y volvió a levantar la mirada. Richards sintió que un compartimento ignorado de su mente gemía, presintiendo lo que iba a ocurrir. Le pareció que los fantasmas de los pobres y los humildes, de los borrachos dormidos en los callejones, susurraban su nombre.

—McCone está acabado —dijo por fin Killian, en voz baja—. Usted lo sabe porque es quien le ha dejado así. Le ha estrujado como a un huevo de cáscara blanda. He aquí mi propuesta: le ofrezco que ocupe su lugar.

Richards, que pensaba haber superado ya cualquier capacidad de sorpresa, advirtió que había quedado boquiabierto, aturdido de incredulidad. Tenía que ser mentira. Sí, tenía que serlo.

Sin embargo, Amelia volvía a tener ya su bolso y no había razón alguna para que le engañaran o le ofrecieran falsas ilusiones. Él estaba herido y solo, mientras que McCone y Donahue iban armados. Una simple bala bien disparada justo encima de su oreja izquierda acabaría con él sin más líos, sin más preocupaciones, limpiamente.

Conclusión: Killian estaba diciendo la verdad.

—Está usted chiflado —comentó Richards.

—No —replicó Killian—. Es usted el mejor concursante que hemos tenido nunca, y el mejor fugitivo sabe cuáles son los mejores lugares donde buscar. Abra un poco los ojos y verá que El fugitivo está pensado para algo más que el entretenimiento de las masas o para librarse de personas peligrosas, Richards. La Cadena siempre está a la busca de nuevos talentos. Así tiene que ser.

Richards intentó responder, pero no encontró palabras. La sensación de temor reverente todavía le embargaba, apabullante e intensa.

—Nunca ha habido un Jefe de Cazadores con familia —dijo por último—. Ya sabe por qué: las probabilidades de extorsión…

—Richards —dijo Killian con suavidad infinita—, su esposa y su hija han muerto. Hace más de diez días que fallecieron.