—McCone, si hace eso es hombre muerto —dijo Killian.
McCone titubeó, dio un paso atrás y observó la pantalla del Libre-Visor con aire incrédulo. Empezó a retorcer y arrugar el rostro nuevamente. Apretó los labios en un mudo esfuerzo por recuperar el habla. Cuando por fin lo consiguió, no pudo articular más que un susurro.
—¡Puedo acabar con él ahora mismo, aquí mismo! ¡Todos estamos a salvo! ¡Todos…!
Killian replicó, con aire preocupado:
—¡Ya está usted a salvo ahora, maldito estúpido! ¡Y si hubiéramos querido cogerle, Donahue podría haberlo hecho ya!
—¡Este hombre es un criminal! —La voz de McCone se convirtió en un chillido—. ¡Ha matado a agentes de policía! ¡Ha cometido actos de anarquía y de piratería aérea! ¡Y…, y me ha humillado públicamente, a mí y a mi departamento!
—¡Siéntese! —dijo Killian, con una voz más fría que el espacio exterior interplanetario—. Es hora de recordarle quién le paga el sueldo, señor Jefe de Cazadores.
—¡Llevaré esto al presidente del Consejo! —McCone estaba hecho una furia, escupiendo saliva al hablar—. ¡Cuando esto termine se va a encontrar recolectando algodón, negro! Maldito cerdo inútil…
—Haga el favor de arrojar al suelo el arma —dijo una nueva voz.
Richards se volvió, sorprendido. Era Donahue, el navegante, con un aire más frío y letal que nunca. Su cabello engominado brillaba bajo la luz indirecta del compartimento de primera. Tenía en la mano la culata de una pistola automática Magnum/Springstun, con la que apuntaba a McCone.
—Robert S. Donahue, viejo. Consejo de Control de Concursos. Tírela al suelo.