—¿Señor Richards?
—Sí.
—Estamos sobre Newark, Nueva Jersey.
—Sí —repitió Richards—. Estaba viéndolo. ¿Holloway?
Este no respondió, pero Richards sabía que le estaba escuchando.
—Supongo que nos habrán estado apuntando desde que salimos, ¿me equivoco?
—Supone bien —dijo Holloway.
Richards miró a McCone.
—Imagino que están decidiendo si pueden permitirse derribarnos estando aquí su perro de presa profesional —dijo—. Calculo que resolverán que sí. Después de todo, lo único que habrán de hacer es entrenar a uno nuevo.
McCone empezó a gruñir, pero Richards lo consideró un gesto absolutamente inconsciente, un gesto que quizá podría rastrearse en todos los antecesores de los McCone hasta los hombres de las cavernas que habían aprendido a atacar a sus enemigos con piedras por la espalda, en lugar de enfrentarse a ellos a muerte según el ritual honorable pero infructuoso.
—¿Cuándo volveremos a salir sobre campo abierto, capitán?
—No lo haremos. Al menos si seguimos este rumbo. Aunque al final saldremos al mar sobre plataformas de prospecciones petrolíferas frente a las costas de Carolina del Norte.
—¿Así pues, desde aquí hacia el sur son todo suburbios de Nueva York?
—Más o menos, así es —asintió Holloway por el intercomunicador.
—Gracias.
Newark se extendía bajo el avión como un puñado de joyas enfangadas arrojado descuidadamente en el neceser de terciopelo negro de alguna dama.
—Capitán…
—¿Sí? —respondió la voz cansina de Holloway.
—Tome ahora rumbo al oeste.
McCone saltó en su asiento como si le hubieran pinchado. Amelia emitió un sorprendido sonido gutural.
—¿Al oeste? —preguntó Holloway. Por primera vez, su voz sonaba insegura y atemorizada—. Con ese rumbo, se la está buscando. El rumbo oeste nos lleva sobre campo abierto. Entre Harrisburg y Pittsburgh, Pennsylvania es todo campos. Al este de Cleveland no hay ninguna gran ciudad más.
—¿Intenta planificar mi estrategia por mí, capitán?
—No, yo…
—Rumbo al oeste —repitió Richards, taciturno.
Newark se alejó de ellos, abajo y a la derecha.
—¡Está usted loco! —exclamó McCone—. ¡Ahora nos harán pedazos!
—¿Con usted y otras cinco personas inocentes a bordo? ¿Este país honorable?
—Lo calificarán de error —dijo McCone—. Un error voluntario.
—¿Usted no ve Informe Nacional por Libre-Visión? —preguntó Richards, sonriendo todavía—. Aquí no hay errores. Aquí no se ha cometido un error desde mil novecientos cincuenta.
Newark se perdía bajo el ala del aparato, reemplazada por la oscuridad.
—Veo que ya no se ríe, McCone… —musitó Richards.