Pudo ser un mal sueño, una pesadilla surgida de la oscuridad que penetraba en la enfermiza penumbra de su mente medio adormilada. O, más propiamente, pudo tratarse de una visión o una alucinación. A un nivel, su cerebro seguía concentrado y atento al problema de la navegación y al peligro constante que representaba McCone. A otro nivel, algo tenebroso se adueñaba de su mente. Las sombras se movían en la oscuridad.
Seguimiento positivo.
Enormes servomecanismos gimiendo y dando vueltas en la negra noche. Ojos infrarrojos destellando en espectros desconocidos. Pálidos fuegos fatuos verdes de cuadrantes y pantallas de radar.
Blanco. Tenemos un blanco.
Camiones rugiendo por carreteras de segundo orden y, sobre sus plataformas, antenas parabólicas de microondas enfocadas hacia el cielo nocturno efectuando triangulaciones a más de trescientos kilómetros unas de otras. Corrientes interminables de electrones emitidas por invisibles murciélagos. Emisión, eco. El intenso destello y el lento apagarse que permanece en la pantalla hasta que el siguiente barrido del haz electrónico vuelve a iluminarla, en una posición ligeramente más al sur.
¿Comprobado?
Sí. Trescientos kilómetros al sur de Newark. Podría dirigirse a Newark.
Newark está en Rojo. Y también el sur de Nueva York.
¿Sigue en vigor la Orden Ejecutiva?
En efecto.
Le teníamos perfectamente a tiro sobre Albany.
Tranquilo, camarada.
Camiones tronando por las calles de pueblos dormidos cuyas gentes asomaban la nariz por las ventanas cubiertas de cartones con ojos aterrorizados y llenos de odio. Enormes camiones rugiendo como fieras prehistóricas en la noche.
Abrir los hoyos.
Enormes motores chirriantes y grandes capirotes de cemento que se abren para que surjan unas guías de reluciente acero. Silos circulares como entradas al inframundo de los morlock. Hilillos de hidrógeno líquido vaporizándose.
Contacto. Tenemos contacto, Newark.
«Roger», Springfield. Nos mantenemos a la escucha.
Borrachos dormidos en los callejones despiertan embotadamente ante el tronar de los camiones y contemplan en silencio los retazos de cielo entre los apiñados edificios. Tienen los ojos hundidos y amarillentos, y sus bocas son líneas babeantes. En un reflejo senil, las manos buscan periódicos con qué protegerse del frío otoñal, pero ya no hay periódicos, pues la Libre-Visión ha acabado con los últimos. La Libre-Visión es la dueña del mundo.
¡Aleluya! Los ricos fuman Dokes. Los ojos amarillentos captan el paso de unas luces desconocidas que destellan en el cielo. El tronar de los camiones se ha difuminado y llega a oleadas por las paredes de los desfiladeros, como mazazos de unos vándalos. Los beodos vuelven a dormir. Maldiciendo.
Le contactamos al oeste de Springfield.
Disparo sin retorno en cinco minutos.
¿Desde Harding?
Sí.
Le tenemos acorralado y a punto.
A través de la noche, las invisibles ondas de comunicaciones tienden una brillante red sobre el nordeste de los Estados Unidos. Los servomecanismos controlados por ordenadores de la General Atomics funcionan perfectamente. Los misiles giran y apuntan con rapidez desde mil emplazamientos para seguir el parpadeo de las luces verde y roja que surcan el cielo. Son como víboras de acero llenas de impaciente veneno.
Richards vio todo aquello y, pese a ello, siguió alerta a su entorno. La dualidad de su cerebro resultaba extrañamente reconfortante, en cierto modo. Le provocaba un despego de todo que se parecía mucho a la locura. Su dedo, manchado de sangre seca, siguió la ruta hacia el sur, poco a poco. Primero, al sur de Springfield; después, al oeste de Hartford; ahora…
Contacto.