…Menos 22 y contando…

Cuando la voz de Holloway informó a Richards de que el avión estaba cruzando la frontera entre Canadá y el estado de Vermont (Richards suponía que el piloto conocía su trabajo, pues él no alcanzaba a ver bajo el aparato más que oscuridad, interrumpida aquí y allá por esporádicos racimos de luces), dejó con cuidado la taza de café en una bandeja y preguntó:

—¿Puede proporcionarme un mapa de Norteamérica, capitán Holloway?

—¿Físico o político? —intervino una nueva voz.

Richards supuso que se trataba del navegante. Ahora, parecía que el tipo tenía la orden de mostrarse obsequioso y estúpido, y de hacer como si Richards no supiera qué mapa quería. Lo cual era cierto.

—Ambos —dijo Richards con voz monocorde.

—¿Enviará por ellos a la mujer?

—¿Cómo se llama, amigo?

Se produjo la pausa dubitativa de quien advierte, con un repentino sobresalto, que se han fijado especialmente en uno.

—Donahue —musitó.

—Bueno, Donahue, tiene usted dos piernas, ¿verdad? Entonces supongo que no le ha de costar mucho traerlos usted mismo.

Donahue se los llevó, en efecto. Era un tipo de cabello largo peinado hacia atrás según la moda de los motoristas, enfundado en unos pantalones tan ajustados que mostraban, en la entrepierna, algo que parecía una bolsa de pelotas de golf. Los mapas iban encerrados en unas fundas de plástico transparente. Richards desconocía en qué fundas iban envueltas las pelotas de Donahue.

—Lamento haber hablado de más —dijo el navegante, de mala gana.

Richards pensó que era fácil clasificar al tipo. Los jóvenes bien remunerados y con mucho tiempo libre, como aquél, pasaban gran parte de su tiempo merodeando por las miserables zonas de diversión de las grandes ciudades, vagando con sus carteras bien provistas, en ocasiones a pie, pero más a menudo en motocicletas especiales. Solían ser buscadores de homosexuales, a los que, naturalmente, decían que había que erradicar. «¡Salvad los urinarios públicos para la democracia!», pensó. Aquellos tipos rara vez se aventuraban más allá de las inciertas zonas de diversión, y casi nunca penetraban en las tinieblas del gueto. Cuando lo hacían, acababan cagados de miedo.

Donahue se movió, incómodo bajo el prolongado repaso al que le sometía Richards.

—¿Quiere algo más? —dijo.

—¿Es usted un buscador de homosexuales, Donahue?

—¿Cómo dice?

—No importa. Vuelva a su sitio y contribuya a que el avión siga volando.

Donahue desapareció de su vista apresuradamente.

Richards descubrió enseguida que el mapa de ciudades y carreteras era el político. Trazó con el dedo la trayectoria hacia el oeste que les había llevado de Derry a la frontera entre Vermont y Canadá, hasta localizar la posición aproximada en que se hallaban.

—Capitán Holloway…

—¿Sí?

—Desvíese hacia la izquierda.

—¿Qué?

Holloway parecía francamente sorprendido.

—Quiero decir al sur. Rumbo al sur. Y recuerde…

—Lo recuerdo —le cortó Holloway—. No se preocupe.

El avión se inclinó de costado. McCone continuó hundido en el asiento donde había caído, mientras miraba a Richards con ojos hambrientos, ausentes.