El respaldo del asiento que Richards tenía delante era una caja de sorpresas. Había una bolsa en cuyo interior encontró un manual de seguridad. «En caso de turbulencias, abróchese el cinturón. Si hay una pérdida de presión en la cabina, tire de la mascarilla de oxígeno que tiene justo encima. En caso de problemas de motor, la azafata le comunicará nuevas instrucciones. En caso de muerte súbita por explosión, esperamos que tenga suficientes empastes dentales como para identificarle con seguridad.»
En el mismo respaldo había un pequeño Libre-Visor al nivel de los ojos. Debajo de él, una placa metálica recordaba al espectador que los canales aparecían y se perdían con bastante rapidez. Para el espectador voraz, había un selector de canales por contacto.
Debajo, a la derecha del Libre-Visor, había un cuaderno de papel de cartas de la compañía aérea y un bolígrafo de la G. A. atado a una cadena. Richards arrancó una hoja y escribió torpemente en ella: «Hay un 99% de probabilidades de que lleve usted un micrófono oculto en alguna parte, en el zapato o en el cabello, o quizás un transmisor en la manga. McCone nos escucha y está esperando a que se le escape algo, estoy seguro. Le propongo que, dentro de un minuto, simule un acceso de histeria y empiece a rogarme que no active el detonador. Eso mejorará nuestras posibilidades. ¿Quiere jugar?».
Amelia asintió, y Richards titubeó. Después, añadió a lo escrito: «¿Por qué respaldó mi farol?».
Ella asió el bolígrafo de la mano de Richards y lo mantuvo un instante sobre el papel. Por fin, escribió: «No lo sé. Me hizo usted sentir como una asesina. Un ama de casa asesina. Y además, tenía un aspecto tan… —el bolígrafo se detuvo, vaciló y, por último, siguió escribiendo—, tan lastimoso».
Richards enarcó las cejas y sonrió ligeramente, pues el esfuerzo le multiplicaba el dolor. Instó a la mujer a añadir algo más, pero ella hizo un gesto de negativa con la cabeza. Él escribió entonces: «Empiece su actuación dentro de unos cinco minutos».
Amelia asintió, y Richards hizo una pelota con el papel, para luego depositarla en el cenicero empotrado en el brazo del asiento. Aplicó una cerilla al papel y éste se consumió en una brillante y fugaz llamarada, reflejando un leve fulgor en el cristal de la ventanilla. Después quedó hecho cenizas, que Richards redujo a polvo concienzudamente.
Unos cinco minutos más tarde, Amelia Williams se puso a gemir. Parecía tan real que, por un instante, Richards quedó perplejo. Después, un destello de comprensión en su mente le hizo ver que, muy probablemente, la angustia de la mujer era así de real.
—¡No, por favor! —gemía—. No haga que ese hombre… le ponga entre la espada y la pared. Yo no le he hecho nada, y quiero irme a casa, con mi esposo. Nosotros también tenemos una hija, de seis años, que se preguntará dónde está su mamá…
Richards notó que la ceja se le disparaba en un tic involuntario. No había previsto que la mujer hiciera tan bien su actuación, y no quería que continuara.
Se volvió hacia ella y, tratando de que no le oyeran ninguno de los espías, le murmuró:
—El tipo es estúpido, pero no hasta ese extremo. Todo saldrá bien, señora Williams.
—Eso es muy fácil de decir para usted, que no tiene nada que perder.
Richards no respondió, pues era patente que ella estaba en lo cierto. Fuera como fuese, no había nada que no hubiese perdido ya.
—¡Muéstreselo! —suplicó ella—. Por el amor de Dios, ¿por qué no se lo enseña? Entonces no tendría más remedio que creerle y…, y detener a la gente que está en tierra. ¿Sabe que nos están apuntando con misiles? Se lo oí decir a McCone.
—No puedo —contestó Richards—. Para sacarlo del bolsillo tendría que poner el detonador en posición de seguridad, o correría el riesgo de que estallara accidentalmente. Además —añadió, dando a su voz un tono burlón—, no creo que se lo enseñara a McCone aunque pudiera. Es un gusano y tiene mucho que perder. Quiero hacerle sudar.
—No podré resistirlo —replicó ella, con voz ronca—. Casi creo que estoy a punto de saltar sobre usted y hacer que todo termine de una vez. De todos modos, ése va a ser el final, ¿verdad?
—No tiene usted que… —empezó a responder él, cuando de pronto se abrió la puerta entre los compartimentos de primera y segunda y entró McCone, casi como si hubiera acudido corriendo.
Tenía el rostro sereno pero, bajo la aparente calma, había una mirada extrañamente brillante que Richards reconoció de inmediato. Era el fulgor del miedo, lívido, cerúleo y palpitante.
—Señora Williams —masculló rápidamente—, tráiganos café, por favor. Café para siete. Me temo que tendrá que hacer de azafata en este vuelo.
La mujer se levantó sin mirar a ninguno de los dos.
—¿Dónde está? —preguntó.
—Delante —le indicó McCone con suavidad—. Continúe recto y lo verá.
McCone seguía con su tono meloso y tranquilizador…, dispuesto a saltar sobre Amelia Williams en cuanto ésta hiciera un asomo de acercarse a Richards.
Amelia avanzó por el pasillo sin volver la vista atrás.
McCone observó a Richards y comentó:
—¿Estaría dispuesto a terminar con este asunto si le consiguiera una promesa de amnistía, camarada?
—«Camarada». Esa palabra suena realmente grasienta en sus labios —replicó Richards, asombrado.
Cerró la mano que tenía libre y la contempló. Estaba salpicada de pequeños regueros de sangre seca causados por los rasguños y arañazos de su excursión por la espesura de los bosques de Maine.
—Realmente grasienta —añadió—, como una sartén llena de esas apestosas hamburguesas que sólo pueden adquirirse en las tiendas del Auxilio Social de Co-op City. —Bajó la vista por un instante al bulto del bolsillo que seguía ocultándole a McCone—. En cambio, esto parece más un filete de primera. Sí, de primera. En estos filetes no hay más grasa que esa franja crujiente en la parte de fuera, ¿no es cierto?
—Amnistía —repitió McCone—. ¿Qué tal suena eso?
—Suena a mentira —dijo Richards con una sonrisa—. A una gruesa y asquerosa mentira. ¿No comprende que me doy perfecta cuenta de que usted no es más que un lacayo sin poder de decisión?
McCone enrojeció. No fue en absoluto un rubor pasajero, sino que enrojeció hasta que su rostro adquirió un tono similar al de los ladrillos.
—Será fantástico tenerle en mis manos, Richards. Tenemos unas balas de alta velocidad que le dejarán la cabeza como una calabaza arrojada a la acera desde lo alto de un rascacielos. Balas llenas de gas, que estallan por contacto. Aunque, por otra parte, un buen tiro en el vientre…
Richards le interrumpió con un grito:
—¡Allá vamos! ¡Voy a activar el detonador!
McCone soltó un chillido. Retrocedió un par de pasos, se golpeó la rabadilla contra el respaldo acolchado del asiento número 95, perdió el equilibrio y cayó de espaldas en el asiento, agitando los brazos en el aire a la altura de la cabeza en un gesto delirante de autoprotección.
Sus manos quedaron congeladas en torno a su cabeza como pájaros petrificados, con los dedos abiertos. Su rostro asomaba desde la grotesca posición como una máscara mortuoria de yeso en la que alguien hubiese colgado un par de gafas de montura de oro, en plan de broma.
Richards se echó a reír. La carcajada le salió al principio titubeante, rota, extraña a sus propios oídos. ¿Cuánto tiempo hacía que no soltaba una auténtica carcajada, una risa abierta de esas que le salen a uno, libres e incontenibles, de lo más hondo del estómago? Le pareció que en toda su vida gris, dura y esforzada, jamás había gozado de una de tales risas. Sin embargo, por fin, ahora le estaba saliendo.
—Cerdo…
A McCone le falló la voz y sólo alcanzó a formar la palabra con los labios. Tenía las facciones torcidas y apretadas, como las de un osito de peluche muy usado.
Richards volvió a reírse. Se agarró con la mano libre al apoyabrazos del asiento y continuó riendo, riendo, riendo…