La tierra había quedado muy abajo.
Richards la contempló, admirado e incapaz de absorber todas las sensaciones que recibía. Durante su vuelo anterior había dormido todo el trayecto, como si se reservara para éste. El cielo había oscurecido hasta convertirse en una sombra justo en el límite entre el color azul cobalto y el negro. Las estrellas asomaban con una titilación vacilante. En el horizonte, hacia poniente, lo único que quedaba del sol era una fina línea anaranjada que no iluminaba en absoluto la tierra que tenía a sus pies. Abajo se divisaba un nido de luces que debía de corresponder a Derry.
—¿Señor Richards?
—¿Sí?
Saltó en el asiento como si le hubieran pinchado.
—Estamos ahora en vuelo de espera. Eso significa que describimos un gran círculo sobre el aeropuerto Voigt. ¿Tiene alguna instrucción que darnos?
Richards meditó atentamente. No le convenía dar demasiadas pistas. Por fin, dijo:
—¿Cuál es la altura mínima a la que puede pilotar este aparato?
Hubo un instante de pausa para consultar datos.
—Podemos mantenernos seguros a dos mil pies —dijo Holloway con voz precavida—. Va contra las normas de la N. S. A., pero…
—Eso no importa —dijo Richards—. Verá, señor Holloway, tengo que ponerme en sus manos hasta cierto punto. No sé mucho de volar, y supongo que habrá sido informado de ello. Sin embargo, recuerde que esa gente llena de ideas brillantes sobre cómo engañarme está en el suelo y fuera de peligro. Si me miente usted y llego a descubrirlo…
—Aquí arriba nadie pretende engañarle —respondió Holloway—. Sólo estamos interesados en devolver este pájaro al suelo tal y como estaba al despegar.
—Está bien.
Richards se concedió más tiempo para pensar. Amelia Williams estaba sentada a su lado, muy rígida, con las manos en el regazo.
—Tome rumbo al oeste —dijo de pronto—. A dos mil pies. Señáleme las ciudades cuando las sobrevolemos, por favor.
—¿Las ciudades?
—Todos los sitios por los que pasemos —insistió Richards—. Sólo he volado una vez, anteriormente.
—¡Ah!
Holloway parecía aliviado.
El avión se inclinó de costado y la oscura línea del crepúsculo de la ventanilla fue quedando en la dirección del avión. Richards lo observó fascinado. Ahora brillaba oblicuamente en la gruesa ventana formando extraños reflejos fugaces más allá del cristal.
«Vamos en persecución del sol —pensó—. ¿No es asombroso?» Eran las seis y treinta y cinco minutos.