A la derecha de la pantalla, recogida en la parte superior del tabique de separación entre la primera clase y la cabina de mando, se iluminó el letrero de ABRÓCHENSE LOS CINTURONES / NO FUMEN. El avión emprendió una vuelta lenta y laboriosa. Todos los conocimientos que Richards tenía acerca de los aviones procedían de la Libre-Visión y de algunas lecturas, la mayor parte de aventuras de ficción; de hecho, era apenas la segunda vez que subía a bordo de un avión. El anterior había sido el que realizaba el puente aéreo entre Harding y Nueva York, que en comparación con el aparato en que ahora se encontraba no era más que un juguete. El intenso movimiento de las vibraciones bajo sus pies le resultaba inquietante.
—¿Amelia?
La mujer levantó lentamente la mirada con el rostro contraído y bañado en lágrimas.
—¿Eh?
Su voz era ronca, confusa, sofocada por las mucosidades. Era como si hubiera olvidado dónde se encontraba.
—Venga aquí. Vamos a despegar. —Richards se volvió a McCone—. Usted puede ir donde le plazca, tipejo. Es usted el amo de la nave, pero no moleste a la tripulación.
McCone no dijo nada; se limitó a tomar asiento cerca de las cortinas divisorias entre la primera y la segunda clase. Después se lo pensó mejor, al parecer, y desapareció tras las cortinas en la sección posterior. Richards se acercó a la mujer utilizando los respaldos de los asientos para sostenerse.
—Me gustaría el asiento de la ventanilla —dijo—. Sólo he volado una vez, ¿sabe?
Intentó una sonrisa, pero ella se limitó a mirarle fijamente, con aire desconcertado. Richards pasó al asiento de la ventanilla y ella se sentó en el contiguo. Amelia le ajustó el cinturón de seguridad para que él no tuviera que sacar la mano del bolsillo.
—Es usted como un mal sueño —musitó la mujer—. Como una pesadilla que nunca termina.
—Lo siento.
—Yo no… —empezó a decir ella.
Pero él le tapó la boca con la mano y movió la cabeza en gesto de negativa, mientras en sus labios se formaba, sin sonido alguno, la muda palabra: ¡No!
El avión avanzaba con lento e infinito cuidado entre los rugidos de las turbinas, y se dirigía hacia la pista de salida como un pato desgarbado a punto de entrar en el agua. El aparato era tan grande que a Richards le parecía estar quieto y que era la propia tierra la que se estaba moviendo.
«Quizá sea una ilusión —pensó alocadamente—. Quizás han preparado unos proyectores de imágenes falsas en tres dimensiones ante las ventanillas y nada de cuanto veo se corresponde con la realidad…»
Rechazó de inmediato tal pensamiento.
Habían alcanzado ya el final de la pista de rodamiento y estaban efectuando una pronunciada curva a la derecha. El avión pasó en transversal ante las pistas de despegue 2 y 3. Al llegar a la pista 1, dio vuelta a la izquierda y se detuvo unos instantes en la cabecera de la misma.
La voz de Holloway anunció por el intercomunicador, en tono inexpresivo:
—Despegue, señor Richards.
El avión volvió a avanzar, lento al principio, a una velocidad no superior a la de un coche aéreo; después se produjo un súbito y espantoso tirón al acelerar y Richards deseó ponerse a gritar de pánico.
Se sintió aplastado contra el blando respaldo del asiento, y de pronto las luces de la pista empezaron a pasar a su lado a velocidad vertiginosa. Los arbustos y los árboles sofocados por los gases de los tubos de escape y las turbinas se le vinieron encima con un rugido en el horizonte desolado y marcado todavía por la última luz difusa del atardecer. Los motores aumentaron su potencia más y más. El piso de la zona de pasajeros empezó a vibrar otra vez.
De pronto, advirtió que Amelia se había agarrado a su hombro con ambas manos y que sus facciones se hallaban demudadas por el pánico.
«¡Dios santo, ella tampoco ha volado nunca!», pensó.
—Vamos a despegar —murmuró Richards. Se descubrió repitiendo la frase una y otra y otra vez, incapaz de detenerse—. Vamos a despegar, vamos a despegar…
—¿Hacia dónde? —susurró ella.
Richards no respondió. Justo ahora empezaba a saberlo.