…Menos 27 y contando…

La pareja ascendió por la escalerilla casi un minuto antes de que transcurriera el plazo. Amelia llegó jadeante y asustada, con el cabello despeinado a causa del viento que se había levantado en aquel llano apisonado por la mano del hombre. Exteriormente, el aspecto de McCone no había cambiado un ápice; continuaba atildado y sereno, casi podría decirse que totalmente inalterado. Sin embargo, en sus ojos había una sombra de odio que le daba un aire casi sicótico.

—No va a conseguir nada con esto, gusano —dijo con voz tranquila—. Nosotros todavía no hemos empezado a jugar nuestros triunfos.

—Me alegro de volver a verla, señora Williams —musitó Richards.

Como si aquello fuera una señal, la mujer se echó a llorar. No era una risa histérica, sino un sonido de absoluta desesperación que le surgía del estómago como una erupción de lava. La intensidad de las lágrimas hizo que la mujer se tambaleara y luego se desplomara sobre la gruesa moqueta de la señorial sección de primera clase con el rostro entre las manos, como si quisiera sostenerlo con ellas. Las manchas de sangre de Richards habían dejado una huella negra en su blusa. La falda, que le ocultaba las piernas mientras se acuclillaba en el suelo, daba a la mujer el aspecto de una flor marchita.

Richards sintió lástima por ella. Era una emoción poco profunda, pero era todo cuanto estaba en condiciones de sentir.

—¿Señor Richards? —dijo la voz de Holloway por el intercomunicador de la cabina.

—Sí.

—¿Podemos…? ¿Está todo dispuesto?

—Sí.

—Entonces, voy a dar la orden de retirar la escalerilla y cerrar las puertas. No se ponga nervioso con eso.

—De acuerdo, capitán. Gracias.

McCone parecía sonreír y fruncir el ceño al mismo tiempo; el efecto general era el de una persona al borde de un temible acceso de paranoia. Sus manos no cesaban de cerrarse y abrirse.

—Usted mismo se ha traicionado al pedir que también viniera la mujer. Se da cuenta de ello, ¿verdad? —dijo, dirigiéndose a Richards.

—¿Ah, sí? —respondió Richards con suavidad—. Y dado que usted nunca falla, piensa indudablemente en saltar sobre mí antes de que despeguemos, ¿no es eso? Así quedará usted fuera de peligro y saldrá de ésta fresco como una rosa, ¿verdad?

Los labios de McCone se abrieron en una leve sonrisa de astucia. Después, cerró la boca y los apretó hasta que se le pusieron blancos, pero no intentó el menor movimiento. El aparato empezó a vibrar cuando los motores aumentaron de potencia.

El rumor de las turbinas quedó súbitamente ahogado cuando se cerró la puerta de acceso de la segunda clase. Richards se inclinó para observar el exterior por una de las ventanillas circulares del costado de babor y alcanzó a ver al personal auxiliar de tierra que retiraba la escalerilla.

«Bien, ahora estamos todos en el patíbulo», pensó.