Cuando la voz de McCone llegó hasta él, Richards notó en ella una nota extraña, colérica. ¿Miedo? Era posible. A Richards, el corazón le latía aceleradamente. Quizá toda su jugada estaba a punto de desmoronarse. Quizá…
—Está usted loco, Richards. No voy a…
—Escuche, McCone —le cortó Richards, imponiendo su voz a la de éste—. Y mientras escucha, recuerde que esta conversación es compartida por todos los radioaficionados en cien kilómetros a la redonda. Lo que hablemos será conocido por mucha gente, así que no está usted en las sombras, amigo. Está justo en medio de la escena, y va a obedecerme porque es demasiado cobarde para traicionarme si corre el riesgo de morir. La mujer vendrá también porque le he dicho cuáles son mis planes.
«Así. Dale más fuerte. No le dejes pensar.»
—Y aunque usted sobreviviera a la explosión, McCone, no creo que volviera a encontrar trabajo ni como vendedor de manzanas. —Richards asía el bolso de la mujer en el bolsillo con una fuerza frenética, casi histérica—: Así pues, repito lo dicho: tres minutos. Corto.
—¡Richards! ¡Espere…!
Cortó la transmisión, ahogando la voz de McCone. Devolvió el micrófono y los auriculares a Holloway, quien los tomó con unos dedos que sólo temblaban casi imperceptiblemente.
—Tiene usted narices —musitó el piloto lentamente—. Sí, señor. Creo que no he visto nunca a alguien con tantas narices.
—Y no creo que volvamos a ver a otro tipo igual si acciona ese detonador —añadió Duninger.
—Continúen los preparativos, por favor —dijo Richards—. Voy a dar la bienvenida a nuestros invitados. Saldremos dentro de cinco minutos.
Dio media vuelta y colocó el paracaídas en el asiento de la ventanilla. Después se sentó con la vista en la portezuela entre primera y segunda clase. Muy pronto sabría en qué quedaba todo aquello. Muy pronto.
Su mano acarició con desesperada y sostenida inquietud el bolso de Amelia Williams.
Fuera, la oscuridad era casi total.