El compartimento de primera clase era amplio, con tres pasillos entre los asientos y paneles de secoya auténtica en las paredes. El piso estaba cubierto con una moqueta de color vino que parecía tener metros de grosor. En el tabique entre la primera clase y la zona de cocina había una pantalla para películas en tres dimensiones, recogida a fin de que no estorbara el paso. En el asiento 100 estaba colocado el abultado paquete del paracaídas. Richards le dio unos golpecitos y entró en la zona de cocina. Alguien se había ocupado incluso de poner una cafetera.
Cruzó otra puerta y se encontró en el angosto pasillo que llevaba al compartimento de los pilotos. A la derecha, el operador de radio, un hombre de unos treinta años con facciones llenas de ansiedad, contempló a Richards con aire adusto y volvió a centrarse en sus instrumentos. Unos pasos más allá, a la izquierda, estaba el navegante, con sus cuadros, sus reglas y sus mapas plastificados.
—Aquí llega el tipo que va a matarnos a todos —anunció el hombre por el micrófono que llevaba junto a la boca, mientras dirigía a Richards una fría mirada.
Richards no respondió. Después de todo, el tipo tenía razón, muy probablemente. Continuó adelante, cojeando.
El piloto tenía más de cincuenta años. Era un veterano de nariz roja, que delataba su amor a la bebida, y unos ojos claros y perspicaces que indicaban que el hombre todavía no estaba ni siquiera próximo al alcoholismo. El copiloto era diez años más joven, con una abundante mata de cabello pelirrojo que rebosaba bajo su gorra.
—Hola, señor Richards —dijo el piloto, dirigiendo una mirada al bolsillo de éste, antes incluso que a su rostro—. Perdone que no le estreche la mano. Soy el comandante de a bordo, capitán Don Holloway. Éste es mi copiloto, Wayne Duninger.
—No puedo decir que sea un placer conocerle, dadas las circunstancias —dijo Duninger.
Richards hizo una mueca con la boca.
—Déjeme añadir al respecto que yo también lamento estar aquí —dijo—. Capitán Holloway, está usted en comunicación con McCone, ¿verdad?
—Naturalmente. Gracias a Kippy Friedman, el oficial de comunicaciones.
—Quiero algo por donde hablar con él.
Holloway le entregó un micrófono con infinito cuidado.
—Siga adelante con los preparativos de vuelo —dijo Richards—. Cinco minutos.
—¿Quiere que montemos los pernos explosivos de la puerta trasera de carga? —preguntó Duninger con vehemencia.
—Cuídese de sus cosas —replicó Richards fríamente.
Era el momento crucial, el instante de la apuesta definitiva.
Sentía la cabeza caliente, casi febril, a punto del mareo. Caer y volver a recuperarse, ése era el juego.
«Ahora voy a hacer la apuesta límite, McCone.»
—¿Señor Friedman?
—¿Sí?
—Aquí Richards. Quiero hablar con McCone.
Durante treinta segundos no hubo respuesta. Holloway y Duninger habían dejado de mirarle y procedían a las lecturas previas al vuelo, comprobando medidores y presiones, puestas, alerones y contactos. Se inició de nuevo el cíclico ronroneo de las enormes turbinas del avión, pero esta vez mucho más sonoro, casi estridente. Cuando la voz de McCone llegó a sus auriculares, apenas resultó audible por encima del brutal ruido.
—Aquí McCone.
—Vamos, gusano. Usted y la mujer vendrán a dar una vuelta con nosotros. Preséntense en la puerta de carga dentro de tres minutos o haré detonar el explosivo.
Duninger se puso en tensión, sin levantarse del asiento, como si acabara de recibir un disparo. Cuando reemprendió la lectura de las cifras, tenía en la voz un tono tembloroso y aterrorizado.
«Si tiene narices, aquí es donde todo termina. Reclamar a la mujer supone reconocer el farol. Si McCone tiene narices…»
Richards aguardó.
Un reloj marcaba en su cabeza el paso de los segundos.