McCone fue el primero en romper el impasse. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
Fue una risa muy educada, suave y aterciopelada.
—¡Ah, qué fantástico es usted, señor Richards! Par excellence. Se levanta, cae y se levanta de nuevo. Le felicito sinceramente. En efecto, la mujer aún resiste. Mantiene obstinadamente que el bulto que yo aprecio en su bolsillo es Negra Irlandesa.
»No podemos aplicarle métodos eléctricos porque dejarían huella en los electroencefalogramas y nuestro secreto se sabría. Estamos a punto de conseguir de Nueva York tres ampollas de Canogin, que no deja huellas. Sin embargo, no lo tendremos hasta dentro de cuarenta minutos. Demasiado tarde para detenerle, Richards.
»La mujer miente, es evidente. Si me disculpa un toque de lo que sus amigos gustan en llamar elitismo, le confesaré mi opinión de que la clase media sólo miente bien respecto al sexo. ¿Puedo hacer otra observación? Claro que puedo. Y voy a hacerla. —McCone sonrió—. Sospecho que ese bulto es el bolso de ella. Hemos advertido que no lo llevaba, aunque había salido de compras. Somos muy observadores. ¿Dónde está el bolso, si no es en su chaqueta, Richards?
Este no estaba dispuesto a caer en la celada.
—Si tan seguro está, dispare.
McCone abrió los brazos con gesto pesaroso:
—¡Cuánto me gustaría! Sin embargo, no se pueden correr riesgos con la vida humana, ni siquiera cuando las posibilidades están cincuenta a uno a favor. Es demasiado parecido a la ruleta rusa. La vida humana tiene cierta calidad de sagrada. El Gobierno, nuestro Gobierno, así lo entiende. Somos humanos.
—Sí, claro —respondió Richards, con una sonrisa de ferocidad.
McCone parpadeó.
—Entonces, usted comprende…
Richards empezó a avanzar. El tipo le estaba hipnotizando. Los minutos volaban, y un helicóptero estaba a punto de llegar de Nueva York con tres ampollas de «ponme cabeza abajo y sácamelo todo» (y si McCone había dicho cuarenta minutos, debían de ser veinte), y allí estaba él soportando el sermón del tipejo. ¡Señor, McCone era un auténtico monstruo!
—Escúcheme —masculló con furia, interrumpiéndole—. Abrevie la charla, amigo. Cuando le meta esa inyección, le oirá cantar la misma canción de ahora. Y de todos modos, ya da igual, ¿comprende?
Clavó su mirada en la de McCone y empezó a caminar hacia él.
—¡Ya nos veremos, gusano!
McCone se hizo a un lado. Richards ni siquiera se molestó en mirarle al pasar. Las mangas de sus chaquetas se rozaron.
—Por cierto, me dijeron que el detonador podía graduarse hasta tres. Ahora lo tengo en dos y medio. Tómelo o déjelo.
Tuvo la satisfacción de oír como la respiración del tipejo se aceleraba ligeramente.
—¿Richards?
Este volvió la cabeza desde la escalerilla y vio que McCone le miraba, con los bordes dorados de las gafas en un destello.
—Cuando se eleve, derribaremos el avión con un misil tierra aire. Para el público, la versión será que Richards se puso un poco nervioso con el detonador. R.I.P.
—No sueñe en hacerlo.
—¿Ah, no?
Richards inició una sonrisa y le sugirió una razón.
—Volaremos muy bajo y sobre áreas densamente pobladas. Añada doce toneladas de carburante a los cinco kilos de Irlandesa y verá que hacen una buena combinación. Quizás excesiva. Sé que lanzaría ese misil si pudiera hacerlo, McCone, pero no puede. —Hizo una pausa y añadió—: Usted que es tan listo, ¿ha previsto que iba a pedirle un paracaídas?
—Sí, claro —respondió McCone tranquilamente—. Está en el compartimento delantero de pasajeros. ¡Vaya un truco anticuado, señor Richards! ¿O todavía tiene otro nuevo en el sombrero?
—Y apuesto a que tampoco habrá sido tan estúpido como para sabotear el paracaídas, ¿verdad?
—¡Oh, no! Sería demasiado obvio. Además, supongo que accionaría ese inexistente detonador justo antes de estrellarse, ¿me equivoco? Una explosión en el aire muy efectiva.
—Adiós, tipejo.
—Adiós, señor Richards. Y bon voyage —cloqueó—. Sí, es usted un buen competidor, y por eso voy a mostrarle una carta más. Sólo una. Vamos a esperar ese Canogin antes de entrar en acción. Tiene usted toda la razón respecto al misil. Por ahora es sólo un farol. Caer y levantarse, ¿no? Pero puedo permitirme esperar. Ya sabe, yo no fallo nunca. Nunca. Y sé que está usted jugando un farol, así que podemos permitirnos esa espera. Pero, de todos modos, ya nos veremos… Au revoir, señor Richards.
Se despidió con un gesto de la mano.
—… Pronto —añadió Richards, aunque no lo bastante alto para que McCone pudiera oírlo.
Y le devolvió la sonrisa.