…Menos 33 y contando…

La segundera roja de su reloj dio dos vueltas. Y otras dos. Y dos más.

—¡RICHARDS!

Se llevó el megáfono a la boca:

—SETENTA Y CINCO MINUTOS, McCONE.

«Mantén tu jugada hasta el final», se dijo. Era el único modo de jugar. Seguir con el farol hasta el momento en que McCone diera la orden de abrir fuego a discreción. Sería rápido, y tampoco parecía importar ya gran cosa.

Tras una pausa ligera, casi eterna, llegó la respuesta:

—NECESITAMOS MÁS TIEMPO. TRES HORAS POR LO MENOS. NO HAY NINGUNO DE LOS AVIONES QUE HA PEDIDO EN ESTE AEROPUERTO. TENDRÁN QUE ENVIAR UNO DESDE OTRO LUGAR.

Amelia lo había hecho. ¡Oh, sorpresa! La mujer se había asomado al abismo, y había sabido cruzarlo. Sin red. Sin echarse atrás. Asombroso.

Naturalmente, ellos no la creían. Era su obligación no creerse nada ni a nadie. Ahora mismo la estarían acorralando en una sala privada de una de las terminales, en manos de media docena de interrogadores escogidos por McCone. Y cuando la tuvieran allí, empezaría la letanía. Naturalmente que está alterada, señora Williams, pero tenemos que concretar ciertos detalles… Le importaría contárnoslo todo otra vez… Hay un par de cosillas que nos chocan… ¿Está segura de que no era de esa otra manera…? ¿Cómo lo sabe…? ¿Por qué…? Y entonces ¿qué dijo él…?

Así que su interés ahora era ganar tiempo. Confundir a Richards con una excusa tras otra. «Hay un problema con el reportaje, necesitamos más tiempo. No hay una tripulación a punto en el aeropuerto, necesitamos más tiempo. Hay un OVNI sobre la pista cero siete, necesitamos más tiempo. Y todavía no la hemos hecho hablar. Todavía no ha terminado de confesar que ese explosivo de alta potencia consiste en un bolso de piel de cocodrilo lleno de un surtido de Kleenex, monedas, cosméticos y tarjetas de crédito. Necesitamos más tiempo.

»Todavía no podemos arriesgarnos a matarte. Necesitamos más tiempo.»

—¿RICHARDS?

—ESCÚCHEME —replicó éste por el megáfono—. TIENE SETENTA Y CINCO MINUTOS. DESPUÉS, SALTAMOS TODOS.

No hubo contestación.

Los espectadores habían empezado a aproximarse otra vez pese a la amenaza apocalíptica. Tenían los ojos muy abiertos, húmedos y sexuales. Se había solicitado cierta cantidad de focos portátiles que ahora estaban centrados en el vehículo, bañándolo con un fulgor superficial que realzaba el parabrisas astillado.

Richards intentó imaginar la sala donde tendrían a Amelia Williams y donde intentaban sonsacarle la verdad, sin conseguirlo. Naturalmente, allí no estaría la prensa, y los hombres de McCone estarían probando a asustarla hasta que, al fin, lo conseguirían indudablemente. Sin embargo, ¿hasta dónde se atreverían a llegar con una mujer que no pertenecía al gueto de los pobres, donde la gente no tenía rostro? Drogas. Sí, claro, había drogas. Drogas que McCone podía utilizar sin restricciones y que harían balbucear toda su vida como un bebé incluso al indio yaqui más estoico. Drogas que harían que un sacerdote explicara las confesiones de sus feligreses como una máquina taquígrafa.

¿Un poco de violencia? ¿Las porras eléctricas perfeccionadas que tan eficaces se habían mostrado en los disturbios de Seattle, de 2005? ¿O se limitarían a insistir una y otra vez en sus preguntas?

Tales pensamientos no le conducían a ninguna parte, pero no podía escapar de ellos ni acallarlos. Más allá de las terminales se oía el sonido inconfundible de un avión de carga Lockheed que calentaba motores. El rugido llegaba a él a oleadas. Cuando de repente enmudeció, Richards supo que había iniciado el repostar. Veinte minutos, si se daban prisa. Pero Richards no creía que fueran a apresurarse.

«Bien, bien, bien. Aquí estamos. Todas las cartas boca arriba, salvo una.»

«¿McCone? ¿Conoces ya la verdad? ¿Has penetrado ya en su mente?»

En los campos, las sombras se hacían cada vez más alargadas, y todo el mundo estaba a la espera.