…Menos 38 y contando…

Transcurrió una hora. Eran las cuatro y las sombras se alargaron sobre la calzada.

Richards, encogido bajo el nivel del cristal, entraba y salía sin esfuerzo en la inconsciencia. Se había sacado torpemente la camisa de dentro del pantalón para observar la nueva herida. La bala había horadado un canal profundo y de mal aspecto en el costado, por el que había perdido mucha sangre. Finalmente, la sangre se había coagulado, aunque sólo superficialmente. Cuando tuviera que moverse aprisa de nuevo, la herida volvería a abrirse y a sangrar en abundancia. No importaba. Pronto iban a acabar con él. Ante aquel impresionante despliegue, su plan era una broma. Seguiría adelante con él, continuaría su jugada hasta que se produjera un «accidente» y el coche aéreo quedara reducido a cuatro tornillos y unos restos de metal («… Un terrible accidente… El agente ha sido suspendido de servicio y se ha emprendido una investigación a fondo… Lamentamos la pérdida de una vida inocente…», todo ello enterrado en el último noticiario del día, entre la información bursátil y la última declaración del papa), pero lo haría por puro reflejo. Sin embargo, a Richards le venía preocupando cada vez más Amelia Williams, cuyo gran error había sido escoger el miércoles por la mañana para hacer las compras.

—Ahí fuera hay tanques —dijo la mujer de pronto. Su voz era ligera, animada, histérica—. ¿Se lo imagina? ¿Se lo…? —Se puso a sollozar.

Richards aguardó. Por último, dijo:

—¿En qué ciudad estamos?

—En Winterport, según el rótulo. ¡Ah! ¡No puedo! ¡No puedo esperar a que lo hagan!

—Está bien —contestó Richards.

La mujer parpadeó lentamente mientras su cabeza daba una sacudida casi imperceptible, como si quisiera aclararla.

—¿Cómo?

—Deténgase y baje del coche.

—Pero entonces le matarán…

—Sí. Pero no habrá más sangre. No verá usted más sangre. Ahí fuera tienen suficiente potencia de fuego para convertirnos en vapor a mí y al coche entero.

—Miente. Usted me matará.

Richards había tenido el arma sobre las rodillas hasta entonces. La cogió y la tiró al suelo. La pistola hizo un ruido sordo sobre la alfombrilla de goma.

—Quiero un poco de marihuana —dijo Amelia, desvariando—. ¡Oh, Señor, querría estar fumada! ¿Por qué no esperó al coche siguiente? ¡Dios! ¡Dios!

Richards se echó a reír. Rió con unas carcajadas breves, superficiales, que pese a todo le reavivaron el dolor del costado. Cerró los ojos y siguió riendo hasta que las lágrimas asomaron bajo sus párpados.

—Hace frío aquí, con el parabrisas roto —comentó ella con aire intrascendente—. Conecte la calefacción.

Su rostro era una mancha pálida entre las sombras de la tarde agonizante.