…Menos 41 y contando…

—Salga.

—No.

Richards le puso el cañón del arma en el pecho y la mujer musitó:

—No, por favor…

—Lo siento, pero se le ha terminado el tiempo de jugar a la prima donna. Salga.

Amelia salió y Richards hizo lo mismo a continuación.

—Deje que me apoye en usted.

Richards pasó un brazo alrededor de sus hombros y señaló con el arma una cabina telefónica junto a la máquina expendedora de hielo. Empezaron a avanzar, como una pareja grotesca salida de un vodevil. Richards daba saltos con su pierna buena.

Estaba cansado. Evocó la visión de los coches patrulla al estrellarse, y el cuerpo del conductor saltando como un torpedo, y la estremecedora explosión. Las escenas se repitieron una y otra vez, como una cinta de vídeo sin fin.

El propietario de la tienda, un anciano de cabello canoso y piernas huesudas ocultas tras un sucio delantal de carnicero, salió del almacén y les miró con aire preocupado.

—¡Eh! —dijo apaciguadoramente—. No le quiero a usted aquí. Tengo familia, ¿sabe? Siga su camino, por favor. No quiero problemas.

—Entre ahí, abuelo —dijo Richards. El hombre obedeció.

Richards siguió hasta la cabina entre jadeos y depositó una moneda en la ranura. Marcó el cero mientras sostenía el auricular y la pistola en la misma mano.

—¿Desde qué zona estoy llamando, telefonista?

—Desde Rockland, señor.

—Póngame con la redacción del noticiario local, por favor.

—Puede marcar el número usted mismo, señor. Es el…

—Márquelo usted.

—¿Desea que…?

—¡Márquelo, señorita!

—Sí, señor —respondió la voz, inalterada.

Richards oyó una serie de ruidos. La sangre había teñido su camisa con un color púrpura sucio. Apartó la mirada de ella, pues le hacía sentir náuseas.

—Aquí el noticiario de Rockland —oyó que decía otra voz—. Número de tabloide de Libre-Visión seis nueve cuatro tres.

—Aquí Ben Richards.

Hubo un largo silencio. Por fin, la voz respondió:

—Escuche, amigo, a mí me gustan las bromas tanto como a cualquiera, pero hemos tenido un día largo y difícil, y…

—Cierre el pico. Va a tener confirmación de esta noticia dentro de diez minutos por otros canales. Y puede tenerla ahora mismo si dispone de una radio que sintonice la frecuencia de la policía.

—Yo… Espere un segundo.

Oyó como su interlocutor dejaba caer el teléfono de un golpe, y una voz que comentaba algo ininteligible. Cuando volvió a tomar el aparato, la voz sonaba dura y profesional, con un ligero asomo de excitación.

—¿Dónde está usted, amigo? La mitad del cuerpo de policía del estado de Maine acaba de cruzar Rockland…, a ciento cincuenta por hora.

Richards estiró el cuello para leer el rótulo del almacén vecino a la estación de servicio.

—En un lugar llamado Gilly’s Town Line, una gasolinera de la ruta U. S. uno. ¿Conoce el sitio?

—Sí, pero…

—Escúcheme bien, amigo. No he llamado para contarle mi vida. Envíe hacia aquí un equipo de filmación. Rápido. Y empiece a transmitir la noticia. Prioridad uno para la Cadena. Tengo un rehén, una mujer llamada Amelia Williams, de…

Se volvió hacia ella.

—De Falmouth —dijo Amelia, abatida.

—… de Falmouth —repitió Richards—. Quiero paso libre o la mataré.

—¡Señor, huelo el premio Pulitzer! —exclamó el periodista.

—No es eso. Es que te has cagado en los pantalones —replicó Richards, algo mareado—. Quiero que se difunda la noticia. Quiero que la policía del estado sepa que todo el mundo está pendiente de mí. Tres agentes han intentado matarnos en un control de carretera.

—¿Qué ha sido de los policías?

—Los he matado.

—¿A los tres? ¡Vaya! —La voz se apartó del teléfono y gritó:— ¡Dicky, abre el canal nacional!

—Si alguien dispara, mataré a la mujer —advirtió Richards, mientras intentaba, a un tiempo, inyectar firmeza a su voz y recordar las frases de las viejas películas de gángsteres que había visto de niño por televisión—. Si quieren salvar a la mujer, será mejor que me dejen pasar.

—¿Cuándo…?

Richards colgó y salió de la cabina con torpeza, saltando sobre su pie sano.

—Ayúdeme.

La mujer pasó un brazo bajo sus hombros e hizo una mueca al mancharse de sangre.

—¿Tiene la más remota idea de dónde se está metiendo? —le dijo.

—Sí.

—Es una locura. Va a hacer que le maten.

—Tome hacia el norte —murmuró Richards—. Limítese a seguir hacia el norte.

Subió al coche entre jadeos. El mundo se empeñaba en hacerse borroso ante sus ojos, y en sus oídos sonaba una música aguda y átona. La sangre había manchado la blusa a franjas verdes y negras de la mujer. Gilly, el viejo de la estación de servicio, abrió la puerta mosquitera y sacó por la rendija una cámara Polaroid muy anticuada. Pulsó el disparador, tiró de la foto y aguardó. Su rostro estaba teñido de horror, excitación y placer.

Y en la distancia, cada vez más sonoras y más próximas, las sirenas…