El día era radiante (la lluvia constante de Harding parecía a años luz), y todo tenía un contorno detallado y perfectamente definido. Las sombras de los policías podrían haber estado dibujadas con carboncillo. Los agentes empezaron a desabrochar las finas tiras que sujetaban la culata de sus armas.
La señora Williams abrió la portezuela y asomó la cabeza al exterior.
—¡No disparen, por favor! —dijo.
Por primera vez, Richards advirtió lo cultivado de su voz, su riqueza de tonos. Podría haber estado en una reunión social, a no ser por la palidez de sus nudillos y el latido apresurado, como el de un pajarillo, de su garganta. Al abrir la portezuela, llegó hasta Richards el aroma fresco y vigorizante del tomillo y de los pinos.
—Salga del coche con las manos sobre la cabeza —dijo el primer policía, con la voz de una máquina bien programada.
«General Atomics modelo 6925-A9 —pensó Richards—. Policía Rural. Dieciséis dólares, pilas de iridio incluidas. Gama sólo en blanco.»
—Salgan, usted y su pasajero, señora. Podemos verle.
—Me llamo Amelia Williams —dijo ella en voz muy clara—. No puedo salir como usted pide. Benjamin Richards me tiene como rehén. Si no le dejan paso libre, dice que me matará.
Los dos agentes se miraron, y entre ambos hubo una muda conversación apenas perceptible. Richards, con los nervios tensos hasta casi parecer dotados de un sexto sentido, la captó.
—¡Adelante! —gritó.
La mujer se volvió hacia él, desconcertada.
—¡Pero…!
El primer policía dejó caer al suelo el bloc donde tomaba los datos. Los dos agentes pusieron rodilla en tierra casi simultáneamente, con el arma en la mano derecha y la zurda cerrada en torno a la muñeca de aquélla, uno a cada lado de la gruesa línea blanca de la calzada.
Una hoja suelta del bloc planeó caprichosamente.
Richards pisó el zapato derecho de Amelia Williams con su pie herido, apretando los labios en una máscara trágica de dolor cuando el tobillo gritó su protesta. El coche se lanzó hacia delante.
Al cabo de un instante, dos ruidos sordos alcanzaron el coche, haciéndolo vibrar. Un momento después, el parabrisas estalló hacia dentro, enviando sobre ellos una lluvia de fragmentos de cristal de seguridad. Amelia levantó ambas manos para protegerse el rostro y Richards se inclinó rápidamente hacia ella para asir el volante.
Enfilaron el hueco entre los coches patrulla que bloqueaban el paso, rozando uno de ellos con la parte posterior del vehículo. Por un instante, Richards observó a los policías que giraban sobre sus talones para seguir disparando. Después, concentró toda su atención en la carretera.
Ascendieron una pequeña cuesta y un nuevo sonido hueco anunció que una bala había ido a incrustarse en el portaequipajes. El coche se puso a colear y Richards intentó controlarlo, dando golpes de volante cada vez más suaves. Se apercibió imprecisamente de que Amelia estaba llorando.
—¡Conduzca! —le gritó—. ¡Tome el volante, maldita sea! ¡Vamos, vamos!
La mujer buscó a tientas el volante y, cuando sus manos lo encontraron, Richards retiró las suyas. Después, con un golpe medido, le quitó las gafas de sol de los ojos. Las gafas quedaron colgando de la oreja izquierda de Amelia por un instante, y luego cayeron al piso del coche.
—¡Frene!
—¡Nos han disparado! —se puso a gritar ella—. ¡Nos han disparado! ¡Nos han…!
—¡Detenga el coche!
Detrás de ellos, las sirenas se aproximaban.
La mujer frenó torpemente y el coche dio una temblorosa media vuelta que levantó una nube de grava en el arcén.
—¡Yo se lo dije y ellos han intentado matarnos! —murmuró, incrédula—. Han intentado matarnos…
Pero Richards ya estaba fuera del coche y retrocedía esforzadamente a la pata coja en la dirección por la que había venido, con la pistola en la mano. Perdió el equilibrio y cayó pesadamente, lastimándose ambas rodillas.
Cuando apareció el primer coche patrulla en lo alto de la cuesta, Richards estaba ya sentado en el arcén con el arma firmemente asida a la altura del hombro. El coche iba a más de ciento veinte y seguía acelerando; debía de ser algún vaquero de uniforme con demasiado motor tras los pedales y demasiados sueños de gloria en los ojos. Quizá llegó a ver a Richards; quizás intentó frenar. Tanto daba. El coche no llevaba neumáticos a prueba de balas. El más próximo a Richards estalló como si dentro tuviera dinamita. El coche patrulla despegó del suelo como un torpe pajarraco y se precipitó más allá del arcén en un vuelo sin control, entre aullidos, hasta estrellarse contra el tronco de un enorme olmo. La portezuela del conductor se desprendió de la carrocería, pero el tipo al volante salió despedido por el parabrisas como un torpedo y voló treinta metros hasta aterrizar entre los matorrales.
El segundo coche llegó a parecida velocidad, y Richards tuvo que hacer cuatro disparos hasta alcanzarle una rueda. Dos balas levantaron arena cerca de su posición. El vehículo patinó, dio una humeante media vuelta y, finalmente, dio tres vueltas de campana esparciendo trozos de metal y cristal.
Richards se incorporó con dificultad y vio que la camisa se le empapaba de sangre justo por encima del cinturón. Regresó a saltos hacia el coche aéreo y se echó al suelo boca abajo cuando el segundo vehículo policial estalló, escupiendo metralla a su alrededor.
Se puso nuevamente en pie, entre jadeos y extraños gemidos. El costado había empezado a dolerle con unos lentos y cíclicos latidos.
Quizás Amelia hubiera podido tratar de escaparse, pero no hizo el menor gesto de intentarlo. Contemplaba fijamente, como en trance, el coche que ardía en la carretera. Cuando Richards entró en el coche, ella se apartó de un salto.
—Les ha matado. Ha matado a esos hombres…
—Ellos intentaban matarme. Y a usted también. ¡Vámonos, aprisa!
—¡A mí no han intentado matarme!
—¡Vamos!
Amelia obedeció.
La máscara de joven ama de casa de buena posición regresando de la compra estaba ahora hecha trizas. Y debajo de ella había algo desconocido, algo de labios retorcidos y ojos asustados. Algo que quizás había estado allí todo el tiempo.
Avanzaron ocho kilómetros y llegaron a una estación de servicio.
—Deténgase —dijo Richards.