…Menos 43 y contando…

Llegaron más lejos de lo que Richards había creído posible. Recorrieron sin problemas ciento cincuenta kilómetros desde el lugar donde había subido al coche de Amelia Williams, hasta llegar a una bella población costera llamada Camden.

—Escuche —había advertido Richards a la mujer cuando entraban en Augusta, la capital del estado—, es muy probable que nos descubran aquí. Yo no tengo ningún interés en matarla, ¿me comprende?

—Sí —musitó ella. Después, con un destello de odio, añadió—: Usted necesita un rehén.

—Exacto. Así pues, si sale algún coche patrulla detrás de nosotros, frene inmediatamente. Después abra la portezuela y asome el cuerpo. Asómelo, nada más. No despegue el trasero del asiento, ¿entendido?

—Sí.

—Entonces, les dice: «Benjamin Richards me ha tomado como rehén. Si no nos dejan paso libre, me matará».

—¿Y cree que eso funcionará?

—Será mejor que así sea —replicó él, con un tenso tono burlón—. Se trata de su pescuezo, señora…

La mujer se mordió el labio y no respondió.

—Funcionará, creo —continuó él—. En unos minutos habrá una decena de aficionados con cámaras de vídeo, dispuestos a conseguir el dinero prometido por la Cadena, o incluso el premio Zapruder. Y, con tanta publicidad en torno a nosotros, tendrán que ajustarse a las normas del Concurso. Es una pena, pero no tendrán la oportunidad de hacernos salir del coche a tiros de modo que después puedan exaltarla a usted como la última víctima de Ben Richards.

—¿Por qué me dice todas esas cosas? —exclamó ella.

Richards no contestó. Se limitó a hundirse en su asiento hasta que sólo asomó por encima del tablero de instrumentos hasta la nariz, y aguardó a que aparecieran las luces azuladas de la policía por el retrovisor.

Sin embargo, no hubo luz alguna en Augusta. Continuaron la marcha durante una hora y media más, bordeando el océano mientras el sol empezaba a declinar pintando de breves destellos las crestas de las olas, bañando los campos, los puentes y los densos bosques de pinos.

Ya eran más de las dos cuando, detrás de una curva poco después de haber cruzado la ciudad de Camden, encontraron un control de carretera. A cada lado de la calzada había un coche patrulla. Dos agentes estaban controlando un viejo camión conducido por un granjero, al que indicaron que siguiera adelante.

—Continúe cincuenta metros más y deténgase —dijo Richards—. Haga exactamente lo que le digo.

Amelia Williams estaba pálida pero parecía conservar el control de sí misma. Quizás era una muestra de resignación. Frenó con suavidad y el coche se detuvo en punto muerto en mitad de la calzada, a quince metros de los agentes.

El policía encargado de tomar los datos indicó con gestos imperiosos a la mujer que se acercara. Al observar que no obedecía, el hombre se volvió a su compañero con un gesto de interrogación. Un tercer agente, que hasta entonces había permanecido en el interior de uno de los coches patrulla con los pies sobre el tablero de instrumentos, tomó de pronto el micrófono de la radio y empezó a hablar apresuradamente.

«Allá vamos —pensó Richards—. ¡Dios mío, allá vamos!»