Hacía ya dos horas que había clareado del todo, y Richards ya casi se había convencido de que estaba andando en grandes círculos, cuando, tras unas tupidas zarzas y matorrales, oyó el zumbido de los coches aéreos.
Avanzó con cautela y se asomó a una carretera asfaltada de dos carriles. Los coches pasaban en ambas direcciones con regularidad. Aproximadamente a un kilómetro distinguió un puñado de edificios que debían de ser una estación de servicio de aire o un antiguo almacén con postes de gasolina en la parte delantera.
Continuó avanzando en paralelo a la carretera, tropezando en ocasiones. Tenía el rostro y las manos bordados en sangre a causa de las zarzas y llevaba la ropa tachonada de puntas y espinas, que había desistido de apartar. Centenares de semillas de algodoncillo le cubrían los hombros, dándole el aspecto de haber librado una batalla de almohadas. Iba mojado de pies a cabeza; había cruzado los dos primeros arroyos sin problemas, pero en el tercero la «muleta» había resbalado en el traicionero lecho y él había caído al agua cuan largo era. Naturalmente, la cámara no había sufrido daños. Era sumergible y a prueba de golpes. Naturalmente.
La espesura de árboles y matorrales empezó a aclararse. Richards se puso a gatear. Cuando hubo llegado al límite de la distancia que consideró segura, estudió la situación.
Se hallaba en una pequeña elevación del terreno, una península entre la extensión de arbustos que había atravesado. A sus pies estaba la carretera, varias casas tipo rancho y un almacén con postes de aire. En aquel momento había allí un coche repostando. El conductor, un tipo con una chaqueta de gamuza, charlaba con el mozo de la estación de servicio. Junto al almacén, al lado de tres o cuatro máquinas de golosinas y un expendedor de marihuana, había un buzón de correos azul y rojo. Apenas había doscientos metros hasta él. Al verlo, Richards advirtió con amargura que, si hubiese llegado antes del amanecer, habría conseguido probablemente su propósito sin ser visto.
«¡Bah, el cuento de la lechera y todo eso!», pensó.
Volvió hacia atrás hasta que pudo preparar la cámara y hacer la grabación sin riesgo de que le vieran.
—Hola, mis queridos amigos de la Libre-Visión. Aquí está su dinámico Ben Richards, desde su cita anual con la naturaleza. Si prestan atención, podrán ver una intrépida tanagra escarlata o un gran garrapatero moteado. O quizás, incluso, un par de pájaros cerdo de vientre amarillo. —Hizo una pausa y continuó—: Quizá dejen pasar esa parte, pero no lo que sigue. Si eres sordo y sabes leer en los labios, recuerda lo que digo. Explícaselo a los amigos y a los vecinos. Extiende la voz. La Cadena está envenenando el aire que respiramos y nos niega una protección que es muy barata porque…
Grabó ambas cintas y las guardó en el bolsillo del pantalón. Muy bien, y ahora ¿qué? Lo único que podía hacer era bajar empuñando el arma, depositar las cintas y huir. Podía robar un coche. De todos modos iban a saber muy pronto dónde estaba…
Involuntariamente, se preguntó si Elton habría llegado muy lejos antes de que le atraparan. Ya tenía el arma en la mano cuando oyó una voz sorprendentemente cerca, casi pegada a su oído:
—¡Vamos, Rolf!
Una estentórea salva de ladridos hizo que Richards diera un brinco, sobresaltado. Apenas había tenido tiempo más que de pensar: «¡Perros policías! ¡Señor, tienen perros policía!», cuando algo negro y enorme salió de entre los matorrales y se le echó encima.
El arma fue a parar sobre la maleza, y Richards cayó de espaldas. El perro, un pastor alemán de gran tamaño aunque de raza no muy pura, se le echó encima y empezó a lamerle el rostro y a babearle en la camisa. La cola le iba de un lado a otro en una excitada señal de alegría.
—¡Rolf! ¡Eh, Rolf! ¡Ro…, oh, Jesús!
Richards sólo vio fugazmente unos pantalones vaqueros que corrían, y momentos después, un chiquillo apartaba al perro.
—¡Vaya, señor, lo siento! —dijo el muchacho—. ¡No muerde, señor! Es demasiado tonto para morderle a nadie; sólo quiere jugar, y no… ¡Vaya, señor, está usted hecho un guiñapo! ¿Se ha perdido?
El chico sujetaba a Rolf por el collar y miraba a Richards con abierto interés. Era un chico guapo, bien formado, de unos once años, y no tenía en absoluto el aspecto pálido y macilento de los niños de ciudad. Había algo sospechoso y extraño en su expresión; algo que, sin embargo, también resultaba familiar. Al cabo de un momento, Richards comprendió de qué se trataba. Era el rostro de la inocencia.
—Sí —dijo lacónicamente—. Me he perdido.
—¡Vaya! Y está claro que se ha caído en algún sitio.
—Exacto, chico. ¿Quieres echarle un vistazo a mi cara y ver si tengo muy mal aspecto? Yo no puedo moverme, ¿sabes?
El chiquillo se agachó, obediente, y escrutó el rostro de Richards, a quien satisfizo comprobar que el chico no daba muestras de reconocerle.
—Está todo lleno de sangre —dijo el muchacho, con un delicado acento de Nueva Inglaterra, un tono melodioso y algo irónico—, pero vivirá. —Frunció el ceño y añadió—: ¿Se ha escapado de Thomaston? Desde luego, no viene de Pineland, porque no tiene aspecto de loco.
—No he escapado de ningún sitio —repuso Richards, preguntándose a sí mismo si no mentía, acaso—. Estaba haciendo autostop. Una mala costumbre, muchacho. Supongo que no lo habrás intentado nunca.
—Claro que no —dijo el chiquillo, con franqueza—. En estos tiempos hay muchos chiflados por esas carreteras, dice mi padre.
—Y tiene razón —asintió Richards—, pero yo tenía que llegar a…, a… —Hizo chasquear los dedos simulando que se le había ido de la cabeza el nombre—. Ya sabes, al aeropuerto.
—¿Se refiere al campo Voigt?
—Exacto.
—¡Vaya!, pues eso queda a ciento cincuenta kilómetros, señor. Está en Derry.
—Ya lo sé —murmuró Richards, pesaroso, mientras pasaba la mano por el lomo de Rolf.
El perro se tumbó en el suelo, complacido, y se hizo el muerto. Richards reprimió el impulso de dibujar una sonrisa y añadió:
—En las fronteras de New Hampshire he subido al coche de esos tres cerdos. Unos tipos duros de verdad que me han dado una paliza, me han robado la cartera y me han dejado en una especie de centro comercial desierto…
—Sí, conozco ese lugar. ¡Caracoles!, ¿quiere bajar a casa conmigo y desayunar algo?
—Me gustaría, chico, pero tengo prisa. He de llegar a ese aeropuerto esta noche.
—¿Y va a hacer autostop otra vez? —preguntó el muchacho, con los ojos muy abiertos.
—Tendré que hacerlo. —Richards empezó a incorporarse, pero volvió a sentarse mientras se le ocurría una gran idea—. Escucha, ¿quieres hacerme un favor?
—Supongo que sí —respondió el muchacho, con cautela.
Richards sacó del bolsillo las dos cintas grabadas.
—Mira —dijo sin pensárselo dos veces—, aquí tengo estos dos certificados de recogida de tarjetas de crédito. Si haces el favor de echarlos al correo, mi empresa me preparará una cantidad de dinero que podré recoger en Derry. Entonces podré seguir viaje sin más molestias.
—Pero ahí no está anotada la dirección…
—No importa, van directas —dijo Richards.
—Sí, claro. Hay un buzón ahí abajo, en el almacén de Jarrold.
El chiquillo se puso en pie. Su rostro inexperto era incapaz de disimular su certeza de que Richards estaba burlándose de él.
—Vamos, Rolf —dijo.
Richards dejó que se alejara unos pasos y luego dijo:
—No, vuelve.
El muchachito dio media vuelta y volvió sobre sus pasos arrastrando los pies. Tenía un aire asustado en los ojos. Naturalmente, la historia de Richards tenía suficientes agujeros como para que cupiera por ellos un camión.
—Me parece que tengo que contarte algo más —dijo—. Te he contado casi toda la verdad, muchacho, pero no quería correr el riesgo de que te fueras de la lengua y…
El sol matinal de aquel día de otoño bañaba la espalda y la nuca de Richards, y éste deseó poder quedarse allí todo el día, agradablemente dormido bajo el fugaz calor del astro rey. Sacó la pistola de las zarzas en que había caído y la dejó caer con cuidado sobre la hierba. El muchacho abrió unos ojos como platos.
—Soy del Gobierno —dijo Richards con voz reposada.
—¡Caray! —susurró el chiquillo.
Rolf se sentó a su lado con la lengua descuidadamente caída a un lado de la boca.
—Voy tras unos tipos muy duros, muchacho. Ya has visto que me han dado una buena paliza. Es muy importante que esas cintas lleguen a su destino.
—Las enviaré, señor —dijo el muchacho, sin aliento—. ¡Vaya!, espere a que se lo diga a…
—… A nadie —le interrumpió Richards—. No le cuentes esto a nadie hasta dentro de veinticuatro horas. Podría haber represalias, ¿lo comprendes?
—¡Sí, claro!
—Entonces, adelante. Y muchas gracias, amigo.
Extendió la mano y el chiquillo la estrechó con cierto temor.
Richards les observó trotar colina abajo. Un muchacho con una camisa roja a cuadros y un perro que corría a su lado, aplastando a su paso hierbas y flores. «¿Por qué no podría mi Cathy tener una vida como ésta?»
Su rostro adoptó una mueca terrorífica y absolutamente inconsciente de odio y cólera. Hubiera maldecido el propio nombre de Dios si no se hubiera interpuesto antes, en la oscura pantalla de su mente, un objetivo más concreto: la Dirección de Concursos. Y detrás de ésta, como la sombra de un dios más siniestro, la Cadena.
Siguió mirando hasta que vio que el muchacho, empequeñecido por la distancia, depositaba las cintas en el buzón.
Entonces se incorporó a duras penas, colocó la improvisada muleta en posición y desapareció de nuevo entre los arbustos, en dirección a la carretera.
Bien, al aeropuerto entonces. Quizás alguien pagaría aún sus deudas antes de que todo terminara.