Vio un montón de placas aislantes en el fondo de un sótano a medio terminar y bajó hasta allí, utilizando como pasamanos las varillas de acero del hormigón armado. Encontró un palo y sacudió las placas de material aislante para ahuyentar a las ratas, pero su acción no tuvo más respuesta que una nube de polvo denso y fibroso que le hizo estornudar y gemir de dolor por su destrozada nariz. No había ratas; estaban todas en la ciudad. Dejó escapar entre dientes una ronca carcajada, que sonó rota y torva en la oscuridad.
Se envolvió en tiras de material aislante hasta parecer un iglú humano, pero al menos estaba caliente. Se apoyó en la pared y quedó medio adormilado.
Cuando recobró la plena conciencia, una luna tardía, apenas una fina raja de fría luz, colgaba aún sobre el horizonte. No había sirenas, y calculó que eran las tres de la madrugada.
El brazo le dolía intensamente, pero la sangre había dejado de manar de manera espontánea; se dio cuenta de ello tras retirar el material aislante y limpiar con cuidado los restos de éste alrededor de la herida. La bala le había arrancado una masa bastante grande de músculo, en forma triangular, de la parte externa del brazo, justo por debajo del hombro. Supuso que había tenido suerte de que el disparo no le hubiese roto el hueso. En cambio, el tobillo le producía un dolor lacerante y constante, y el propio pie le parecía extraño y ausente, casi desvinculado del resto del cuerpo. Supuso que tendría que entablillarlo.
Con estas suposiciones, quedó nuevamente amodorrado.
Cuando despertó tenía la cabeza más clara. La luna estaba ya en la mitad de su recorrido, pero todavía no había el menor rastro del amanecer. Su cabeza le dijo que estaba olvidándose de algo…
Por fin, lo recordó con un sentimiento de sobresalto y repulsión.
Tenía que enviar dos cintas antes de mediodía para que llegaran al Edificio de Concursos antes de las seis y media, hora de emisión del programa. Eso significaba que tenía que moverse, o se quedaría sin dinero.
Pero Bradley había huido, o estaba en manos de los Cazadores.
Y Elton Parrakis no había llegado a darle la dirección de Cleveland.
Y tenía roto el tobillo.
De pronto, algo de gran tamaño (¿un venado?; ¿no se habían extinguido hacía tiempo, en el este?) surgió de los matorrales a la derecha de donde se hallaba, sobresaltándole. Las planchas de material aislante se desparramaron y tuvo que volverlas a poner a su alrededor dolorosamente, jadeando entre los restos de su destrozada nariz.
Era un auténtico ente urbano en un solar abandonado e invadido de nuevo por la naturaleza, en medio de una extensión desierta. De pronto, la noche le pareció viva y malévola, aterradora y llena de seres misteriosos y ruidos espeluznantes.
Richards respiró por la boca mientras meditaba las opciones que podía tomar y sus consecuencias.
1. No hacer nada. Quedarse donde estaba y esperar a que las cosas se calmaran. Consecuencia: perdería todo el dinero que estaba acumulando, cien dólares por hora, a las seis de la tarde. A partir de entonces seguiría huyendo por nada, pero la caza no se detendría ni siquiera si lograba evitar la captura durante los treinta días. Los Cazadores continuarían tras él hasta que le metieran en un ataúd.
2. Enviar las cintas a Boston. Eso no perjudicaría a Bradley o a su familia, pues la tapadera ya había sido descubierta. Consecuencias: a) Indudablemente, las cintas serían enviadas a Harding por los Cazadores que vigilaran el correo de Bradley, pero b) pese a ello, podrían seguirle el rastro directamente al lugar desde donde las enviara, al no usar el matasellos de Boston como tapadera.
3. Enviar las cintas directamente al Edificio de Concursos, en Harding. Consecuencias: la caza proseguiría, pero probablemente sería reconocido en cualquier población lo bastante grande para tener un buzón de correos.
Todas las alternativas parecían inconvenientes.
«Muchas gracias, señora Parrakis. Muchísimas gracias.»
Se incorporó, apartó el material aislante a un lado y dejó caer sobre él la inútil venda que le envolvía aún la cabeza. Se lo pensó mejor y escondió ésta bajo las planchas de material.
Se puso a buscar a su alrededor algo que le sirviera de muleta (la ironía de haber dejado unas muletas auténticas en el coche volvió a sorprenderle) y, cuando hubo encontrado una tabla del tamaño apropiado para colocársela en la axila, la lanzó hacia arriba sobre el borde del hueco en que había pasado las últimas horas y empezó a escalar penosamente los cimientos y paredes de aquel sótano, apoyándose en las varillas de acero.
Al terminar la ascensión, sudoroso y presa de escalofríos a un tiempo, advirtió que alcanzaba a verse las manos. La primera y leve luminosidad gris del amanecer había empezado a taladrar la oscuridad. Contempló la desierta zona comercial con añoranza, mientras pensaba en lo magnífico que habría sido aquel lugar para esconderse…
Nada de eso, se dijo. Se suponía que él no tenía que esconderse, sino que correr. ¿No era eso lo que mantenía altos los índices de audiencia?
Entre los árboles desnudos se levantaba lentamente una neblina densa, opalescente. Richards se detuvo un instante a comprobar la dirección y se encaminó hacia los bosques que bordeaban el abandonado hipermercado por el lado norte.
Sólo se detuvo para poner la chaqueta entre la tabla y la axila, y después continuó adelante.