Al coche sólo le funcionaban cinco de los seis cilindros, y no superaba los sesenta por hora, escorado sobre un costado como un beodo.
Elton le señalaba la dirección a seguir desde el asiento del copiloto, adonde Richards había conseguido arrastrarle. La barra de dirección había atravesado el abdomen de Elton como un asta y, para Richards, estaba agonizando. La sangre del abollado volante bañaba las manos de Richards, tibia y viscosa.
—Lo siento mucho —dijo Elton—. Por aquí, a la izquierda… Ha sido culpa mía. Debería haberme dado cuenta. Ella… no está bien de la cabeza y no…
Al toser, una bocanada de sangre negra brotó de su boca y se derramó en su regazo. Las sirenas llenaban la noche, pero quedaban ahora muy atrás, hacia el oeste. Habían salido de Marginal Way y, desde entonces, Elton le había conducido por calles poco transitadas. Ahora estaban en la ruta 9, en dirección al norte, y los suburbios de Portland iban desapareciendo en la distancia, sustituidos por el paisaje otoñal de los yermos campos. Los madereros de otros tiempos habían pasado por allí como una plaga de langosta, y el resultado final era una espesura impenetrable de matorrales y ciénagas.
—¿Sabes bien adónde me llevas? —preguntó Richards, hecho todo él un lacerante dolor.
Estaba totalmente seguro de que tenía el tobillo roto, y lo mismo podía decir de la nariz. Apenas era capaz de inspirar por ella.
—Vamos a un lugar que conozco —respondió Elton Parrakis, escupiendo más sangre—. Mamá solía decirme que la mejor amiga de un chico es su madre. ¿Usted cree que es verdad? Yo sí lo pensaba. ¿Cree que le harán daño, que la llevarán a la cárcel?
—No —respondió Richards, lacónico; no sabía si lo harían o no.
Eran las ocho menos veinte. Él y Elton habían salido de la Puerta Azul a las siete y diez. Parecía que hubieran pasado años.
A una buena distancia, más sirenas parecían unirse al coro general. «Lo incalificable en persecución de lo incomible», pensó Richards, incoherentemente. «Si no soportas el calor, sal de la cocina». Se había cargado dos coches patrulla él solito. Otro extra para Sheila. Dinero manchado de sangre. Y para Cathy. ¿Moriría Cathy pese a la leche pagada con aquel dinero? «¿Cómo estáis queridas mías? Os quiero. Desde esta carretera secundaria llena de curvas y baches, adecuada sólo para cazadores de venados y para parejas en busca de un rincón discreto, os mando recuerdos y deseo que tengáis dulces sueños. Deseo…»
—A la izquierda —dijo Elton con voz ronca.
Richards obedeció, y entraron en una carretera asfaltada que cruzaba una arboleda, renacida espontáneamente, de zumaques y olmos desnudos, pinos y abetos. Los árboles ofrecían un aspecto miserable y fantasmagórico. Un río saturado y humeante de residuos industriales ofendió a su olfato. Unas ramas bajas arañaron el techo del vehículo con gemidos de ultratumba. Pasaron ante un cartel que decía:
HIPERMERCADO EL PINO
—EN CONSTRUCCIÓN—
ENTRADA PROHIBIDA A PERSONAS AJENAS A LA OBRA
Ascendieron una última cuesta y llegaron ante el hipermercado El Pino. Las obras debían de haberse detenido hacía un par de años, y no debían de estar muy avanzadas cuando eso sucedió, pensó Richards. El lugar era un laberinto, una madriguera para ratas, llena de tiendas y almacenes a medio construir, grandes extensiones de alcantarillado abandonado, montones de vigas y tablones de madera, cabañas prefabricadas oxidadas por el desuso. Todo el complejo estaba invadido por abetos, enebros, laureles, grama, endrinos, zarzamoras, dientes de león, varitas de San José y otras plantas silvestres. La abortada zona comercial se extendía kilómetros y kilómetros. Enormes huecos oblongos para cimientos, que parecían tumbas excavadas para dioses romanos. Esqueletos de acero oxidados. Muros de cemento armado cuyas varillas de acero sobresalían como tenebrosos criptogramas. Huecos excavados por máquinas destinadas a convertirse en aparcamientos y que ahora estaban invadidos por la hierba.
Sobre ellos, en algún rincón, un búho echó a volar tras alguna presa con sus alas fuertes y silenciosas.
—Ayúdeme… a ponerme al volante —musitó Elton.
—No estás en condiciones de conducir —rechazó Richards mientras empujaba con fuerza su portezuela para abrirla.
—Es lo menos que puedo hacer —dijo Elton con absurda y ensangrentada seriedad—. Haré de liebre… y aguantaré todo lo que pueda.
—No —musitó Richards.
—¡Déjeme hacerlo! —gritó Elton. Su obesa cara de niño era una máscara grotesca y terrible—. Estoy muriéndome y es mejor que me deje ir… —Empezó a toser de nuevo y escupió otra bocanada de sangre. El interior del coche olía a humedad, como un matadero—. Ayúdeme —susurró—. Estoy demasiado gordo para hacerlo yo solo. ¡Oh, Dios, ayúdeme a conseguirlo!
Richards le ayudó. Le empujó y le arrastró y sus manos quedaron bañadas en la sangre de Elton. La parte delantera del coche parecía un desolladero, y Elton seguía sangrando. (¿Quién hubiera pensado que había tanta sangre en aquel cuerpo?)
Por fin, quedó colocado tras el volante, y el vehículo se levantó de nuevo a duras penas y dio la vuelta. Las luces de frenado parpadearon unos instantes y el coche rozó los árboles antes de enfocar la carretera de nuevo.
Richards estaba convencido de que pronto le oiría estrellarse, pero no fue así. El claqueteo irregular de los cilindros de aire fue perdiéndose en la distancia, marcando el mortífero ritmo del sexto cilindro inutilizado, que haría fallar a los otros cinco en un plazo máximo de una hora. No había otro sonido que aquél, salvo el distante zumbido de un avión. Richards advirtió, demasiado tarde, que había dejado en la parte trasera del coche las muletas que había comprado para disfrazarse.
Las constelaciones brillaban sobre su cabeza, indiferentes.
La noche era fría, y vio que su aliento formaba nubecillas de vaho al respirar.
Se apartó de la carretera y se perdió en la jungla de la zona en construcción.