Sus sombras les persiguieron calle abajo hacia el parque, difuminándose y desvaneciéndose cada vez que se aproximaban y pasaban bajo las farolas de la G. A., protegidas con alambres. Elton Parrakis respiraba como una máquina de vapor, emitiendo enormes y sonoros jadeos y resuellos.
Cruzaron la calle y, de pronto, los faros delanteros de un coche les iluminaron desde el otro extremo del bloque. Unos destellos azulados bañaron la calle mientras el coche de la policía frenaba con un chirriar de neumáticos a cien metros de los fugitivos.
—¡RICHARDS! ¡BEN RICHARDS! —retumbó una voz de gigante por el megáfono del vehículo.
—El coche… está… ahí delante —jadeó Elton—. ¿Lo ve?
Richards acababa de localizarlo. Elton lo había aparcado correctamente bajo una arboleda de abedules granados, cerca del lago.
El vehículo policial se puso en marcha de nuevo, bruscamente. Los neumáticos traseros humearon en el pavimento al acelerar y el motor a gasolina gimió al aumentar brutalmente las revoluciones. El coche golpeó el bordillo, los faros apuntaron por un momento al cielo y, finalmente, iluminaron a la pareja.
Richards se volvió hacia las luces, presa de un súbito escalofrío y casi incapaz de reaccionar. Sacó del bolsillo la pistola de Bradley y continuó retrocediendo. El resto de los policías no había aparecido todavía. El coche patrulla se lanzó tras ellos a través del parque, levantando grandes nubes de tierra negra al tomar la curva a toda velocidad.
Richards disparó por dos veces contra el parabrisas, que se astilló sin llegar a romperse. Cuando el coche ya estaba casi encima de él, se apartó de un salto y rodó por el suelo, notando la hierba seca en el rostro. Rodilla en tierra, hizo dos disparos más a la parte trasera del coche policial, el cual dio media vuelta y volvió a enfilar hacia él con sus destellos, que convertían la noche en una terrible pesadilla de sombras vivientes. El vehículo de la policía se encontraba ahora entre Richards y su coche, pero Elton había alcanzado éste por el otro lado e intentaba frenéticamente desconectar la trampa eléctrica de la portezuela.
En el coche de la policía, que venía hacia Richards otra vez, una silueta asomaba por la ventanilla del copiloto. Un tableteo concentrado llenó la oscuridad. Era un fusil ametrallador. Las balas horadaron el césped alrededor de Richards en un dibujo sin sentido. Restos de tierra le saltaron a las mejillas y le mancharon la frente.
Se arrodilló como si fuera a rezar y disparó de nuevo al parabrisas. Esta vez, la bala hizo un agujero en el cristal.
El coche estaba encima de él…
Saltó hacia la izquierda y el parachoques de acero reforzado le golpeó el pie izquierdo, rompiéndole en dos el tobillo y lanzándole de bruces al suelo.
El motor del coche patrulla lanzó un gemido, al limite de sus posibilidades, y formó una profunda rodada al efectuar una nueva media vuelta muy cerrada. Los faros volvieron a enfocar a Richards, iluminando la escena con un color blanco monocromo. Richards intentó levantarse, pero el tobillo roto no le sostuvo.
Respirando a grandes bocanadas, contempló el vehículo policial que se le echaba encima de nuevo. Todo había tomado un aire surrealista y excitante. Su mente estaba en pleno delirio adrenalínico y todo parecía desarrollarse de forma lenta, deliberada y orquestal. El coche patrulla que se acercaba era como un enorme y ciego toro de lidia.
El fusil ametrallador tableteó nuevamente y, en esta ocasión, una bala le atravesó el hombro izquierdo, haciéndole caer de costado. El vehículo intentó desviarse para arrollarle y, por un segundo, la figura al volante quedó a tiro. Disparó una bala y la ventanilla del conductor estalló hacia dentro. El coche gimió, resbaló de costado y dejó una profunda huella en la tierra hasta que, perdido el control, dio una vuelta de campana. El techo quedó aplastado y el vehículo se detuvo, finalmente, sobre un costado. El motor se ahogó y, en el repentino y sorprendente silencio que siguió, la radio del coche patrulla emitió un sonoro chasquido.
Richards seguía sin poder ponerse en pie, así que empezó a arrastrarse hacia el coche. Elton ya estaba dentro e intentaba ponerlo en marcha pero, presa del pánico, había olvidado abrir el seguro de los propulsores de aire; cada vez que daba al contacto, sólo conseguía una tos hueca del aire contenido en las cámaras.
La noche empezó a llenarse de sirenas que se aproximaban.
Richards estaba todavía a cincuenta metros del coche cuando Elton advirtió por fin su error y abrió el paso del aire. En el siguiente intento de ponerlo en marcha, el motor carraspeó caprichosamente hasta cobrar vida, y el vehículo empezó a deslizarse sobre el colchón de aire hacia Richards.
Este consiguió incorporarse a medias, abrió la portezuela del copiloto y cayó en el interior. Elton tomó hacia la izquierda, en dirección a la ruta 77, que cruzaba la calle State por encima del parque. El piso del vehículo avanzaba a menos de dos dedos del pavimento, altura insuficiente que podía hacerles volcar si tropezaban con algún obstáculo.
Elton aspiraba profundas bocanadas de aire, que dejaba escapar después con la fuerza suficiente para hacer vibrar sus labios como si fueran persianas bajo un vendaval.
Dos nuevos coches patrulla aparecieron aullando por la esquina en su persecución. Las luces azules destellaban, cada vez más próximas.
—¡Nos van a pillar! —gritó Elton—. ¡Son mucho más rápidos…!
—¡Pero van sobre ruedas! —replicó Richards, también a gritos—. ¡Corta por ese solar vacío!
El coche aéreo se desvió a la izquierda y, al pasar sobre el bordillo, los ocupantes fueron lanzados violentamente hacia arriba. El aire comprimido del motor les impulsó luego hacia delante, traqueteando sobre el piso irregular.
Detrás de ellos, los coches patrulla seguían aproximándose y sus ocupantes empezaban a disparar. Richards oyó como unos dedos de acero agujereaban la carrocería de su vehículo. El cristal trasero estalló con un tremendo estruendo y una lluvia de fragmentos de cristal de seguridad cayó sobre Elton y Richards.
Entre gritos, Elton hizo zigzaguear el vehículo a izquierda y derecha. Uno de los coches patrulla, que venía a cien por hora, no advirtió el bordillo hasta que fue demasiado tarde. El vehículo intentó virar desesperadamente, sus luces azuladas desgarraron la oscuridad con locos haces de luz y, finalmente, saltó sobre el bordillo y fue a caer de costado sobre un montículo de basura y escombros en medio del solar, dejando en él un profundo surco. Instantes después, una chispa prendió en el depósito de gasolina, resquebrajado por el golpe. El vehículo estalló con una llamarada blanca.
El segundo coche patrulla continuaba en su persecución, pero Elton consiguió despistarle momentáneamente. Habían conseguido distanciarse, pero el vehículo policial podría recuperar muy pronto la distancia perdida. Los coches de superficie impulsados por gasolina eran casi tres veces más rápidos que los aéreos, y si uno de estos últimos se separaba en exceso del suelo o se apartaba de la carretera, la superficie irregular bajo los chorros impulsores podía hacer volcar el coche, como ya casi había sucedido cuando Elton se había subido al bordillo.
—¡A la derecha! —gritó Richards.
Elton inició otra curva que les hizo subir el estómago a la garganta y les sometió a un terrible traqueteo.
Se encontraban ahora en la ruta 1. Richards advirtió que, si continuaban en aquella dirección, pronto se verían obligados a tomar la rampa de entrada a la autopista de la costa. Allí no tendrían ninguna posibilidad de efectuar una maniobra evasiva. Allí delante sólo les aguardaba la muerte.
—¡Sal de ahí! ¡Sal de ahí, maldita sea! ¡Por ese callejón!
Por un instante, el coche patrulla quedaba fuera de la vista, detrás de la última curva.
—¡No! ¡No! —farfulló Elton—. ¡Aquí nos atraparán como a ratas!
Richards saltó hacia él y dio un golpe de volante al tiempo que, con el mismo impulso, apartaba la mano de Elton del mando de energía. El coche se deslizó en una curva de casi noventa grados, rozó el hormigón del edificio que formaba la esquina del callejón y penetró en éste con un ángulo inadecuado. La nariz roma del vehículo dio contra un montón de basura, se llevó por delante unos cuantos contenedores de desperdicios y destrozó varias cajas arrinconadas allí. Detrás de éstas había un muro de sólidos ladrillos.
Richards dio violentamente contra el tablero de instrumentos al chocar, y se rompió la nariz con un estremecedor crujido. La sangre empezó a manar de ella en violentos borbotones.
El coche quedó cruzado en el callejón, con uno de los cilindros tosiendo aún, débilmente. Elton era una masa silenciosa volcada sobre el volante. No había tiempo de ocuparse de él ahora.
Richards empujó con el hombro la destrozada portezuela de su lado, que se abrió a duras penas. Saltó del vehículo y retrocedió a la pata coja hasta la entrada del callejón. Llenó el cargador del arma con la munición de la caja que Bradley le había proporcionado. Las balas eran frías y grasientas al tacto. Algunas se le cayeron al suelo. El brazo herido había empezado a latirle como los dientes cariados y el dolor casi le hizo vomitar.
Los faros del coche patrulla hicieron que la desierta avenida ciudadana pasara de la noche a un día sin sol. El vehículo apareció derrapando por la esquina, con las ruedas traseras motrices chirriando para dar la potencia exigida e impregnando el aire de una fragancia a goma quemada. Unas marcas negras quedaron grabadas sobre el asfalto formando parábolas. Y al instante se lanzó de nuevo hacia delante. Richards sostuvo la pistola con ambas manos y se apoyó en el edificio de su izquierda. Dentro de un momento, los del coche patrulla se darían cuenta de que no tenían las luces traseras a la vista. Y el agente del fusil vería el callejón y sabría que…
Con la sangre goteándole de la nariz, abrió fuego. Lo hizo casi a quemarropa, a tan poca distancia que las balas de alta potencia atravesaron el cristal blindado como si fuera papel. El retroceso de cada disparo de la potente arma le sacudió el brazo herido, haciéndole gritar.
El coche saltó sobre el bordillo con un rugido, voló apenas unos metros sin control y se estrelló contra el muro de ladrillos al otro lado de la calle. En la pared, un anuncio decía:
REPARACIÓN DE LIBRE-VISORES ECO
NO ADMITA CHAPUZAS CON SU DIVERSIÓN FAVORITA
El coche patrulla dio contra el muro a toda velocidad, sin haber tocado aún el suelo, y estalló.
Pero otros venían detrás; siempre otros.
Richards regresó jadeando al coche aéreo. Notaba muy cansada la pierna sana.
—Estoy herido —gemía Elton con voz ronca—. Estoy malherido. ¿Dónde está mamá? ¿Dónde está mi mamá?
Richards se arrodilló, se coló bajo el coche boca arriba y empezó a sacar basura y escombros de las cámaras de aire como un loco. La sangre que aún manaba de su rota nariz le corría por las mejillas y formaba pequeños charcos junto a sus oídos.