…Menos 54 y contando…

Esa noche tuvo un sueño muy inquietante, lo cual era muy inusual. El antiguo Ben Richards no había soñado jamás.

Y algo todavía más extraordinario: en ese sueño, él no existía como personaje. Sólo asistía, invisible, como espectador.

La estancia del sueño era difusa, y se convertía en tinieblas en los bordes del campo de visión. Parecía rezumar agua de las paredes, y Richards tuvo la impresión de encontrarse en algún lugar profundo, subterráneo.

En el centro de la estancia aparecía Bradley atado a una silla de madera mediante tiras de cuero que le sujetaban brazos y piernas. Tenía la cabeza rapada como la de un penitente, y a su alrededor había varias figuras con capuchas negras. «Los Cazadores —pensó Richards con creciente espanto—. ¡Oh, Dios mío, son los Cazadores!»

—Yo no soy el que buscáis —dijo Bradley.

—Sí que lo eres, hermanito —replicó con suavidad una de las figuras encapuchadas, mientras atravesaba la mejilla de Bradley con una aguja.

Bradley aulló de dolor.

—¿Eres él?

—¡Mierda!

Otra aguja penetró sin resistencia en el globo ocular de Bradley y fue retirada rezumando un líquido incoloro. El ojo de Bradley tomó un aspecto deshinchado y vacío.

—¿Eres él?

—¡Métete eso por el culo!

Una porra eléctrica rozó el cuello de Bradley. Éste volvió a gritar mientras se le erizaba el cabello. Parecía un personaje de tiras cómicas, una especie de Tom Sawyer negro futurista.

—¿Eres o no el que buscamos, hermanito?

—Los filtros nasales producen cáncer —dijo Bradley—. Estáis todos podridos por dentro, blanquitos.

Le destrozaron el otro ojo.

—¿Eres él?

Bradley, ciego, se burló de ellos.

Una de las figuras encapuchadas hizo una señal y Bobby y Mary Cowles aparecieron, alegres y contentos, de entre las sombras. Los niños empezaron a dar vueltas en torno a Bradley, mientras cantaban: «¿Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo?».

Bradley empezó a gritar y a retorcerse en la silla, intentando levantar las manos como para protegerse. La tonada retumbaba, cada vez a mayor volumen, despidiendo más y más ecos. Los niños empezaron a transformarse. Richards vio sus bocas abiertas y, en sus profundidades, unos colmillos que destellaban como filos de navaja.

—¡Hablaré! —gritó Bradley—. ¡Hablaré, lo diré todo! ¡Yo no soy el que buscáis! ¡Vuestro hombre es Ben Richards! ¡Hablaré! ¡Oh, Dios, Dios…!

—¿Dónde está Richards, hermanito?

—¡Hablaré! Está en…

Pero sus palabras quedaron ahogadas por la canción. Los niños se abalanzaban ya sobre el cuello inmovilizado y tenso de Bradley cuando Richards despertó, bañado en sudor.