Bradley siguió hablando rápidamente mientras conducía a Richards por la ciudad.
—En la maleta hay una caja de etiquetas adhesivas de correos. Está en el portaequipajes. Las etiquetas dicen: «Devolver a los 5 días a Brickhill Manufacturing Company, Manchester, N. H.». Las han falsificado Rich y otro tipo en una imprenta que tienen los Navajeros en la calle Bolyson. Envíame cada día dos cintas en una caja, con una de esas etiquetas. Yo las remitiré a la Dirección de Concursos desde Boston. Envíalas por Entrega Inmediata. Nunca podrán imaginarse el truco.
El coche se arrimó al bordillo frente al hotel Winthrop House.
—Dejaré otra vez el coche en el garaje. No intentes salir de Manchester sin cambiar de disfraz. Tienes que ser un camaleón, amigo.
—¿Cuánto tiempo crees que estaré a salvo aquí? —preguntó Richards.
Se daba cuenta de que se había puesto en manos de Bradley. Parecía incapaz de seguir razonando por sí mismo. Podía oler el agotamiento mental que le invadía, y su aroma era tan intenso como el olor corporal.
—Tienes reserva para una semana. Creo que está bien, pero puede que no. Actúa por intuición. En la maleta hay un nombre y una dirección. Es un tipo de Portland, Maine, que te esconderá un par de días. Te costará dinero, pero es de los nuestros. Ahora tengo que irme, amigo. Ésta es una zona de estacionamiento limitado a cinco minutos. Es hora de hablar de dinero.
—¿Cuánto? —preguntó Richards.
—Seiscientos.
—¡Pero eso ni siquiera cubre los gastos…!
—Sí, y quedan unos cuantos dólares para la familia.
—Toma mil.
—No. Tú vas a necesitar esos billetes.
Richards le miró, impotente.
—¡Por Dios, Bradley…!
—Mándanos más si lo consigues. Envíanos un millón. Rescátanos de la miseria.
—¿Crees que lo conseguiré?
Bradley le dedicó una leve y triste sonrisa, y permaneció en silencio.
—Entonces, ¿por qué? —inquirió Richards, abrumado—. ¿Por qué has hecho tanto por mí? Comprendo que me ocultaras. Yo habría hecho lo mismo, pero ahora estás arriesgando a todo tu equipo.
—Da igual. Todos saben cuál será el resultado.
—¿Ah, sí? ¿Qué resultado?
—Cero a cero. Ese resultado. Si no corremos riesgos, nos tendrán atrapados. Ni siquiera será necesario esperar a que actúe el aire. Para eso, sería mejor extender un tubo de goma directamente del gas al salón, conectar el Libre-Visor y esperar.
—Pero irán a por ti —insistió Richards—. Alguien te delatará y terminarás en un sótano con las tripas fuera. O Stacey. O la abuela.
En los ojos de Bradley hubo, por un instante, un destello mortecino.
—Y sin embargo se acerca un mal día. Un día aciago para esos gusanos de tripas rebosantes de asado. Veo la luna teñida en sangre por ellos. Fusiles y antorchas.
—La gente lleva dos mil años viendo cosas así.
El contador de los cinco minutos llegó a cero y Richards se apresuró a abrir la portezuela.
—Gracias —musitó—. No sé cómo expresarte…
—¡Vamos, vamos! —respondió Bradley—. Déjame ir antes de que me pongan una multa. —Su mano negra y fuerte asió a Richards de la sotana, y añadió—: Y cuando te agarren, llévate a algunos por delante.
Richards bajó del coche y se dirigió al portaequipajes, del que sacó su maleta. Bradley le entregó un bastón de color rojizo oscuro.
El coche se incorporó al tráfico sin problemas. Richards permaneció un momento en el bordillo viendo cómo se alejaba…, con aire miope, esperaba. Las luces traseras desaparecieron tras una esquina y perdió de vista el coche, que ahora volvería al garaje, donde Bradley lo dejaría para tomar el otro y regresar a Boston.
Richards tuvo una extraña sensación de alivio y advirtió que comprendía la situación de Bradley. «Qué contento debe de estar de librarse de mí, por fin», se dijo.
Richards se acordó de tropezar en el primer escalón de la entrada a Winthrop House, y el portero le ayudó a subir.