El viaje pareció durar mucho más de una hora y media. Durante el trayecto les habían detenido dos veces más. Una de ellas parecía una comprobación rutinaria de la documentación. En la siguiente, un agente de hablar pausado y voz apagada estuvo un buen rato charlando con Bradley de cómo aquellos malditos motoristas comunistas estaban ayudando a aquel tipo, Richards, y probablemente también al otro. Laughlin todavía no había matado a nadie, pero corría el rumor de que había violado a una mujer en Topeka.
Después, no había existido nada más que el monótono silbido del viento y el aullido de sus propios músculos, agarrotados y helados. Richards no llegó a dormirse, pero su mente torturada le hizo entrar, finalmente, en un estado de semiinconsciencia. Gracias a Dios, en los coches aéreos no había monóxido de carbono.
Siglos después del último control de carretera, el vehículo redujo la marcha y ascendió una rampa de salida en espiral. Richards parpadeó perezosamente y, por un instante, pensó que iba a vomitar. Por primera vez en su vida, se sentía mareado en un coche.
Recorrieron una serie enloquecedora de vueltas y rampas que Richards tomó por un nudo de autopistas. Cinco minutos después, los ruidos de la ciudad se hicieron constantes. Richards intentó repetidas veces poner el cuerpo en otra posición, pero le resultó imposible. Por fin, se dio por vencido y aguardó, entumecido, a que el viaje terminara. El brazo derecho, que llevaba debajo del cuerpo, se le había dormido hacía más de una hora y se le había convertido en un bloque de madera. Alcanzaba a tocárselo con la punta de la nariz, pero lo único que sentía era la presión en la propia nariz.
Doblaron a la derecha, siguieron recto un trecho y dieron la vuelta otra vez. Richards notó el estómago en la garganta cuando el vehículo tomó una bajada pronunciada. El eco del motor le indicó que estaban bajo techado. Habían llegado al garaje. Escapó de él un débil jadeo de alivio.
—¿Tiene el resguardo, amigo? —preguntó una voz.
—Aquí lo tiene.
—Nivel cinco.
—Gracias.
Continuaron adelante. El vehículo subió, hizo una pausa, dio vuelta hacia la derecha y, después, a la izquierda. Entraron en la zona de aparcamiento y el coche se posó en el suelo con un ruido sordo al parar el motor. El viaje había terminado.
Hubo una pausa y, a continuación, el sonido hueco de la puerta de Bradley que se abría y volvía a cerrarse. Sus pasos se acercaron al maletero y, segundos después, la rendija de luz ante los ojos de Richards desapareció al tiempo que la llave entraba en la cerradura.
—¿Estás bien, Ben?
—No —gruñó Richards—. Me has dejado en la frontera del estado. ¡Abre esa maldita cerradura!
—Un segundo. El lugar está vacío, y el coche que esperábamos está aparcado justo al lado. A la derecha. ¿Podrás salir aprisa?
—No lo sé.
—Inténtalo. Vamos allá.
La tapa del maletero se levantó, dejando entrar la mortecina luz del garaje. Richards levantó un brazo, pasó una pierna por encima del borde, pero no pudo continuar. Su cuerpo acalambrado gritó de dolor. Bradley le asió del brazo y le ayudó a salir. Las piernas se negaban a sostenerle. Bradley le tomó por las axilas y le condujo medio a rastras hasta el desvencijado Chevrolet verde aparcado a la derecha. Abrió la portezuela del asiento del conductor, dejó caer a Richards en éste y cerró. Un momento después, Bradley entró por el otro lado.
—¡Vaya! —susurró—. Lo hemos conseguido, amigo. Hemos llegado aquí.
—Sí —respondió Richards—. «Vuelva a la Salida y recoja doscientos dólares».
Apuraron un cigarrillo en las sombras. Los extremos encendidos brillaban como ojos. Durante un largo rato, ninguno de los dos dijo nada.