…Menos 60 y contando…

—Salga del vehículo, por favor —decía la voz, cansada y autoritaria—. Carné de conducir y documentación del coche.

Una portezuela se abrió y volvió a cerrarse. El motor ronroneó con un ruido sordo, manteniendo el vehículo a unos centímetros por encima de la calzada.

—… gerente de zona de Raygon Chemicals…

Bradley interpretaba de nuevo su papel. ¡Dios santo!, ¿y si no tenía los papeles precisos para confirmar su historia? ¿Y si Raygon Chemicals no existía?

Se abrió la portezuela trasera y alguien empezó a inspeccionar el interior. Sonaba como si el policía (o quizás era un miembro de la Guardia Nacional quien se encargaba del trabajo, pensó Richards medio incoherentemente) fuera a arrastrarse hasta el maletero en su busca.

La portezuela volvió a cerrarse. Los pasos se encaminaron hacia la parte trasera del vehículo. Richards se humedeció los labios y sostuvo el arma con más fuerza. Ante él aparecieron visiones de policías muertos, con sus rostros angelicales sobre cuerpos retorcidos y porcinos. Se preguntó si el policía le cosería a balazos con su ametralladora cuando abriera su escondrijo y le viera allí, enroscado como una salamandra. Se preguntó si Bradley saldría corriendo, si intentaría huir. Sintió que iba a orinarse encima. No le había sucedido desde que era niño y su hermano le hacía cosquillas hasta que su vejiga ya no resistía más. Sí, todos los músculos del vientre se le estaban aflojando. Cuando le descubrieran, le metería al policía una bala justo entre las cejas, esparciendo la masa cerebral y los fragmentos astillados del cráneo en un repentino reguero que se alzaría hacia el cielo. Unos cuantos huérfanos más por su culpa. Sí, eso haría.

«¡Ah, Sheila, cuánto te quiero! ¿Qué vas a hacer con esos seis mil dólares? ¿Cuánto te durarán? Un año quizás, si no te matan antes para robártelos», pensó. Y luego, otra vez a la calle, arriba y abajo, esperando en las esquinas con un contoneo de caderas, insinuándose con el monedero vacío. «¡Eh, señor, míreme, soy muy limpia, yo le enseñaré a…!»

Una mano dio una palmada casual al pasar en la tapa del maletero, y Richards reprimió un grito. El polvo le invadió las fosas nasales y le escoció en la garganta. Clase de biología en la escuela secundaria, sentado en el último banco y grabando sus iniciales y las de Sheila sobre el desvencijado pupitre. El estornudo es una función de la musculatura involuntaria. «Voy a soltar un soberano estornudo, pero es a quemarropa y, pese a todo, aún podré ponerle esa bala justo entre los ojos y…»

—¿Qué hay en el maletero, amigo?

La voz de Bradley, alegre y un tanto cansina, dijo:

—Un cilindro extra que no funciona demasiado bien. Tengo la llave con las demás. Espere un momento y…

—Si la quiero ya se la pediré.

Richards oyó abrir otra portezuela, que volvieron a cerrar rápidamente.

—Adelante.

—Buena suerte, agente. Espero que le pillen.

—Siga adelante, amigo. De prisa.

Los cilindros gimieron, el coche se levantó del suelo y aceleró. Al cabo de un rato la velocidad disminuyó, pero volvió a aumentar enseguida. Richards se sobresaltó un poco cuando el vehículo se levantó, cabeceó levemente y continuó su avance. Siguió respirando con apagados gemidos de cansancio. Se le habían pasado las ganas de estornudar.