Bradley no se había atrevido a taladrar agujeros en el piso del maletero, así que Richards hubo de enroscarse hasta formar una incómoda bola, con la boca y la nariz apretadas contra la minúscula abertura del ojo de la cerradura, por la que se colaba un poco de aire y de luz. Bradley también había quitado parte del aislamiento interior del maletero alrededor de la tapa, lo cual permitía el paso de una leve corriente de aire.
El vehículo se levantó del suelo de un salto y Richards se golpeó la cabeza contra la tapa del maletero. Bradley le había dicho que el viaje duraría, al menos, una hora y media, y que seguramente encontrarían un par de controles de carretera, o quizá más. Antes de cerrar el maletero, entregó a Richards una pistola.
—Cada diez o doce coches revisan uno a fondo —le informó—. Incluso abren el maletero para ver su contenido. Diez o doce posibilidades contra una es una proporción aceptable pero, si no tenemos suerte, llévate por delante a unos cuantos cerdos.
El vehículo se lanzó a las calles de la ciudad, llenas de baches y grietas en el asfalto, y avanzó sobre un colchón de aire que él mismo iba formando. En un momento dado, un muchacho se burló a su paso e, instantes después, un fragmento de asfalto arrancado del suelo fue a estrellarse contra el costado del coche. El ruido creciente del tráfico a su alrededor y las frecuentes paradas ante los semáforos indicaron a Richards que estaban en pleno centro urbano.
Richards permaneció tumbado en actitud pasiva, con la pistola levemente asida en la mano derecha. Pensaba en el aspecto tan diferente que tenía Bradley con el traje que utilizaba el grupo para entrar en la biblioteca. Era un sobrio tres piezas de chaqueta cruzada y de un color más gris que las paredes de un banco. El atuendo se completaba con una corbata rojo oscuro y un pequeño alfiler de oro de la Asociación Nacional para el Progreso de las Gentes de Color. Bradley había pasado de desastrado miembro de una banda juvenil («Mujeres embarazadas, apartaos; algunos de nosotros comemos fetos») a sobrio hombre de negocios de color perfectamente consciente de quiénes son los amos.
—Te queda estupendamente —había dicho Richards, admirado—. De hecho, parece imposible.
—Gracias a Dios —dijo la abuela.
—Sabía que te gustaría la transformación, amigo —respondió Bradley con aire digno—. Verás, soy gerente de zona de la Raygon Chemicals, ¿sabes? Y en esta zona hacemos mucho negocio. Una buena ciudad, Boston. Muy sociable y jovial.
Stacey se había echado a reír por lo bajo.
—Tú, negro, será mejor que te calles —le dijo su hermano—. De lo contrario, te haré cagar en el zapato y comerte la mierda.
—Pareces un auténtico Tío Tom, Bradley —había dicho entre risas Stacey, en absoluto intimidado por su hermano—. Pareces un maldito blanquito de mierda, realmente.
El coche doblaba ahora hacia la derecha, hacia una superficie más plana, y luego descendió por una espiral. Estaban en la rampa de acceso a la ruta 495 o a alguna vía rápida. Las piernas de Richards parecían atravesadas por unos alambres de cobre, producto de la tensión. «Una entre doce. No está mal.»
El vehículo aceleró y se elevó un poco más del suelo. Bradley pisó a fondo, redujo la velocidad bruscamente y, por fin, se detuvo. Una voz, terriblemente próxima, gritaba con monótona regularidad:
—Deténgase y prepare su carné de conducir y su documentación personal… Deténgase y prepare…
«Ya estamos. Ya hemos empezado.»
«Eres tan peligroso, amigo…»
¿Lo bastante para comprobar el cargamento de uno de cada ocho vehículos? ¿O de seis? ¿O quizá registrarían a fondo todos los vehículos que salían de Boston, uno por uno?
Bradley dejó el motor al ralentí. Los ojos de Richards se agitaron en sus cuencas como conejos atrapados. Asió con fuerza el arma.