…Menos 62 y contando…

Richards no salió de la casa en todo el día siguiente, mientras Bradley se ocupaba del coche y llegaba a un acuerdo con otro miembro de la banda para que éste condujera el vehículo hasta Manchester.

Bradley y Stacey regresaron a las seis, y el hermano mayor señaló con el pulgar hacia el Libre-Visor.

—Todo a punto, amigo. Allá vamos.

—¿Ya?

Bradley le sonrió, sin muestra alguna de humor en su gesto.

—¿Acaso no quieres verte en una emisión de costa a costa?

Richards descubrió que realmente le apetecía, y cuando llegaron los rótulos de presentación de El fugitivo, los contempló fascinado.

Bobby Thompson aparecía ante la cámara, impasible, en un estrado refulgente de luz ante un mar de oscuridad.

—Atención —decía Bobby Thompson—. Éste es uno de los lobos que camina entre ustedes.

En la pantalla apareció un enorme primer plano del rostro de Richards. La imagen se mantuvo fija unos instantes, fundiéndose a continuación con una segunda fotografía de Richards, esta vez con su disfraz de John Griffen Springer.

Un nuevo fundido llevó la imagen a Thompson, que ofrecía un aspecto grave.

—Esta noche me dirijo en especial a los habitantes de Boston. Ayer por la tarde, cinco policías sufrieron una muerte horrible, quemados en el sótano del hostal de la Y.M.C.A. de Boston, a manos de este lobo, que les preparó una astuta y despiadada trampa. ¿Qué rostro tiene esta noche? ¿En qué lugar se encuentra ahora? ¡Mírenle! ¡Fíjense en él!

Thompson dio paso a la primera de las cintas que Richards había grabado por la mañana. Stacey las había depositado en un buzón de la avenida Commonwealth, al otro lado de la ciudad. También había dejado que la abuela jugara con la cámara, después de haber tapado la ventana y los muebles de la estancia.

—A todos los que están viendo esto —decía lentamente la imagen de Richards—. No los técnicos y los habitantes de los áticos. Esto no es para vosotros, cerdos. Me dirijo a la gente de los suburbios, de los guetos y de los pisos baratos. A vosotros, los de las bandas de motos. A los parados. A vosotros, jóvenes a quienes detienen por delitos que no habéis cometido o por drogas que jamás habéis probado, sólo porque la Cadena quiere asegurarse de que no os reunís y habláis en grupo. Quiero hablaros de una monstruosa conspiración que intenta privaros del mismo aire en vuestra…

El sonido se convirtió de pronto en una mezcla de chasquidos, pitidos y barboteos. Un momento después, el silencio se hizo total. En la imagen, Richards movía los labios; sin embargo, no se oían sus palabras.

—Parece que hemos perdido el sonido —dijo Bobby Thompson en tono relajado—, pero no es preciso seguir escuchando los desvaríos radicales de este asesino para hacerse una idea de contra quién estamos enfrentándonos, ¿no es cierto?

—¡Sí! —gritó la multitud.

—¿Qué harán ustedes si le ven por la calle?

—¡ENTREGARLE!

—¿Y qué haremos nosotros cuando le encontremos?

—¡MATARLE!

Richards descargó su puño en el gastado apoyabrazos del único sillón de la sala de estar-cocina del piso.

—¡Los muy cerdos…! —dijo, desesperado.

—¿Creías que te dejarían decir eso por antena? —intervino Bradley, en son de burla—. ¡Ah, no, amigo! Incluso me sorprende que hayan dejado que llegaras tan lejos.

—No se me ocurrió… —musitó Richards con aire compungido.

—Ya lo veo… —asintió Bradley.

La primera cinta se fundió con la segunda. En ésta, Richards incitaba a los telespectadores a que asaltaran las bibliotecas, pidieran tarjetas de lector y descubrieran la verdad. También enumeraba una lista de libros sobre la contaminación del aire y de las aguas que Bradley había confeccionado para él.

En el Libre-Visor, la imagen de Richards abrió la boca:

—Iros todos a la mierda —dijo la imagen. Los labios parecían formar palabras distintas de las que se oían pero ¿cuántos de los doscientos millones de espectadores lo advertirían?—. ¡A la mierda todos los cerdos! ¡A la mierda la Dirección de Concursos! ¡Voy a matar a todos los cerdos que vea! ¡Voy a…!

La sarta de maldiciones seguía interminable, hasta el punto de que Richards deseó taparse los oídos y salir corriendo de la habitación. Era incapaz de determinar si era la voz de un imitador o si se trataba de un montaje a base de cortes de sonido.

La cinta de Richards dio paso a la imagen de Thompson, cuyo rostro ocupó media pantalla. La otra media la ocupaba una fotografía de Richards.

—¡Atención a este hombre! —dijo Thompson—. Este hombre está dispuesto a matar. Este hombre estaría dispuesto a movilizar a un ejército de descontentos como él mismo para perturbar la paz de las calles con asaltos, violaciones, disturbios e incendios. Este hombre miente, roba y mata. Todos hemos visto ya de qué es capaz.

»¡Benjamin Richards! —gritó la voz del presentador en el tono frío e imperioso de un patriarca bíblico presa de la cólera divina—. ¿Nos estás viendo? Si es así, debes saber que la Cadena ya ha pagado el dinero conseguido de manera tan sucia y sangrienta. Cien dólares por cada hora…, son ya cincuenta y cuatro, que has permanecido en libertad. Y otros quinientos dólares, cien por cada uno de estos hombres.

Empezaron a aparecer en la pantalla los rostros de unos policías jóvenes y de rasgos agradables. La instantánea parecía tomada durante un ejercicio de graduación de la Academia de Policía. Tenían un aspecto fresco, lleno de savia y esperanza, enternecedoramente vulnerable. Como fondo musical, un solo de trompeta empezó a tocar el toque de silencio.

—Y aquí… —la voz de Thompson era ahora un susurro ronco de emoción—… aquí están sus familias.

Las mujeres, con radiantes sonrisas. Los niños, obligados a sonreír a la cámara. Un montón de niños. Richards, helado y al borde de la náusea, hundió la cabeza y apretó el revés de la mano sobre la boca. La mano de Bradley se posó en su hombro, cálida y musculosa.

—¡Vamos, hombre, no te pongas así! ¡Todo eso es falso! No es más que un fraude. Probablemente, los hombres que te cargaste eran un puñado de cerdos asesinos que…

—Calla —le interrumpió Richards—. ¡Cállate, por favor! ¡Por favor!

—Quinientos dólares —decía Thompson con una voz que expresaba un odio y un disgusto infinitos. La pantalla volvía a mostrar el rostro de Richards, frío, duro y privado de toda emoción, salvo la expresión de gusto por la sangre que parecía transmitir, sobre todo, su mirada—. Cinco agentes, cinco esposas, diecinueve hijos… Sale justo a diecisiete dólares y veinticinco centavos cada uno de los muertos, los huérfanos y las viudas. ¡Ah, Ben Richards, qué barato trabajas! El propio Judas consiguió treinta monedas de plata, pero tú ni siquiera pides tanto. En este momento, en alguna parte, una madre le está contando a su hijito que papá no regresará nunca a casa porque un hombre desesperado y codicioso, con un arma en la mano…

—¡Asesino! —sollozaba una mujer del público—. ¡Cerdo! ¡Vil asesino! ¡Dios te fulminará!

—¡Te fulminará! —El público del estudio entonó el cántico del programa—: ¡Mirad a ese hombre! Ha recibido su dinero manchado de sangre, pero quien a hierro mata, a hierro muere. ¡Alcemos todos nuestra mano contra Benjamin Richards!

Las voces estaban llenas de odio y miedo, y se alzaban en un rugido prolongado y vibrante. No, esas personas enfurecidas no le entregarían, sino que le harían trizas en cuanto le vieran.

Bradley desconectó el aparato y se volvió hacia él.

—Contra eso tienes que enfrentarte, amigo. ¿Qué te parece?

—Quizás acabe con ellos —masculló Richards con voz pensativa—. Antes de morir, quizá consiga llegar hasta el piso noventa de ese edificio y acabar con los gusanos que han escrito todo esto. Quizá me los lleve a todos por delante.

—¡No sigas hablando así! —exclamó Stacey, lleno de furia—. ¡No vuelvas a hablar así!

En el dormitorio contiguo, Cassie seguía durmiendo, drogada y agonizante.