…Menos 64 y contando…

La mujer era muy anciana. Richards pensó que era la persona más vieja que había visto en su vida. Llevaba una bata casera de algodón estampado con un gran desgarrón bajo una de las mangas. Un gran pecho arrugado y caído se balanceaba adelante y atrás, visible por el desgarrón de la bata, mientras la anciana se afanaba en preparar la comida que Richards había comprado a base de Nuevos Dólares. Los dedos, amarillentos de nicotina, cortaban, pelaban y rallaban. Los pies de la mujer, enfundados en unas zapatillas rosadas de tela de toalla, aparecían planos y con formas grotescas, como barcas, a causa de años y años de permanecer en pie. El cabello parecía haber sido ondulado con una plancha sostenida por una mano temblorosa, e iba peinado hacia atrás en una especie de pirámide, mediante una redecilla retorcida que se le había salido del sitio en la nuca. Su rostro era una delta añeja, ya no achocolatada o negra, sino gris, y estaba salpicado de una galaxia de arrugas, bolsas y manchas. Su boca desdentada sostenía hábilmente el cigarrillo y expelía volutas de humo azul, que parecían colgar detrás y encima de ella en pequeñas nubes redondas arracimadas. La anciana iba de un lugar a otro, describiendo un triángulo entre la sartén, el mármol y la mesa. Llevaba las medias de algodón enrolladas a la altura de las rodillas, y por encima de éstas y bajo el borde del vestido se apreciaba un puñado de venas varicosas.

El piso estaba habitado por el fantasma de una col consumida mucho tiempo atrás.

En el dormitorio del fondo, Cassie gimió, lloriqueó y, por fin, quedó en silencio. Bradley le había dicho a Richards, en tono de irritada vergüenza, que no debía hacerle caso. La pequeña tenía cáncer en ambos pulmones y, últimamente, se le había extendido hacia la garganta y también al vientre. Tenía cinco años.

Stacey había desaparecido de la vista.

Mientras Richards y Bradley conversaban, el aroma enardecedor de una sopa de carne de buey picada, verduras y salsa de tomate empezó a llenar la habitación, haciendo retroceder a los rincones el olor a col. Richards advirtió entonces lo hambriento que estaba.

—Ahora podría acabar contigo —musitó Bradley—. Podría matarte y quedarme todo el dinero. Y luego entregar el cuerpo. Me darían mil dólares más y podría vivir tranquilo.

—Pero no creo que lo hagas —respondió Richards—. Yo, desde luego, sería incapaz de algo así.

—De todos modos, ¿por qué lo haces? —inquirió Bradley en tono irritado—. ¿Cómo has accedido a hacer de muñeco para ellos? ¿Tan codicioso eres?

—Tengo una hija que se llama Cathy —explicó Richards. Es más pequeña que Cassie, y tiene neumonía. Ella también llora continuamente, ¿sabes?

Bradley no respondió.

—Cathy puede ponerse bien —prosiguió Richards. No es como…, como la pequeña de ahí dentro. La neumonía no es peor que un resfriado, pero uno debe disponer de medicinas y de un médico. Y eso cuesta dinero, así que fui a conseguirlo del único modo que se me ocurrió.

—De todos modos, sigues siendo un estúpido —insistió Bradley con voz hueca y un tanto extraña—. Estás chupándosela a medio mundo y todos se te corren en la boca cada tarde, a las seis y media. Tu pequeña estaría mejor como Cassie en este mundo.

—No lo creo.

—Entonces es que eres todavía más estúpido que yo. Una vez llevé al hospital a un tipo con una hernia. Un tipo rico. La policía anduvo tras de mí tres días enteros. Pero tú eres más estúpido que yo. —Sacó un cigarrillo y lo encendió—. Quizá resistas el mes entero. Mil millones de dólares. Tendrías que comprar todo un maldito tren de carga para llevártelo.

—¡Bradley, no sueltes maldiciones, por el amor de Dios! —dijo la mujer desde el otro extremo de la estancia, donde estaba cortando zanahorias.

Bradley no le prestó atención.

—Entonces, tú y tu mujer y la pequeña sí que viviríais a lo grande. De momento ya tienes dos días.

—No —respondió Richards—. El concurso está manipulado. ¿Recuerdas el par de cosas que le di a Stacey para que echara al correo cuando fue a acompañar a la abuela de compras? Tengo que enviar dos cada día, antes de medianoche.

Richards explicó a Bradley la cláusula del concurso y sus sospechas de que Correos había contribuido a localizarle en Boston.

—Eso es fácil de evitar.

—¿Cómo?

—No importa. Hablaremos más tarde. ¿Cómo piensas salir de Boston? Eres un tipo muy peligroso. Esos cerdos estarán furiosos después de lo que has hecho en el Y.M.C.A. Esta tarde lo han pasado por Libre-Visión. También han mostrado esas imágenes tuyas con la capucha en la cabeza. Muy hábil por tu parte. ¡Abuela! —dijo por último, en tono irritado—, ¿cuándo estará lista esa comida? ¡Estamos a punto de convertirnos en sombras justo delante de ti!

—Ya está casi lista —respondió la abuela.

Colocó una tapa sobre la aromática sopa, dejó ésta hirviendo a fuego lento y se encaminó hacia el dormitorio de la pequeña.

—No sé cómo salir —dijo Richards—. Intentaré conseguir un coche, supongo. Tengo documentación falsa, pero no me atrevo a utilizarla. Inventaré algo, como llevar gafas de sol, e intentaré salir de la ciudad. He pensado en ir a Vermont y cruzar luego a Canadá.

Bradley emitió un gruñido y se levantó a poner los platos.

—A estas horas tendrán bloqueadas todas las carreteras de salida de la ciudad —dijo—. Además, cualquiera que lleve gafas de sol llamará su atención. No lo intentes. Te harían picadillo antes de que hubieras avanzado diez kilómetros.

—Entonces, no sé qué hacer —musitó Richards—. Y si me quedo aquí, os cogerán a vosotros como cómplices.

Bradley empezó a poner los platos y murmuró:

—Podríamos conseguir un coche. Tú tienes dinero fresco y yo puedo moverme sin problemas. Hay un hispano en la calle Milk que me vendería un Chevrolet por trescientos dólares, y conozco a algunos tipos que te llevarían a Manchester. Allí estarías a salvo, porque te creerían bloqueado en Boston. ¿Vas a cenar, abuela?

—Sí. Y da antes gracias a Dios. —La anciana salió del dormitorio y añadió—: Tu hermana está durmiendo un poco.

—Bien —dijo Bradley. Sirvió tres platos de la sopa y se detuvo—. ¿Dónde está Stacey?

—Ha ido a la farmacia —respondió la abuela con aire complaciente, mientras introducía en su boca desdentada una cucharada de la masa de verduras y carne con cegadora rapidez—. Ha dicho que iba a conseguir medicina.

—Si le pillan le romperé el culo —dijo Bradley, tomando asiento pesadamente.

—Tranquilo —intervino Richards—. Tiene dinero.

—¡Oye, aquí no necesitamos limosnas, amigo!

Richards soltó una carcajada mientras echaba sal a su plato.

—Probablemente, ahora estaría hecho picadillo de no ser por él —afirmó—. Creo que se ha ganado su dinero.

Bradley se incorporó hacia delante, concentrándose en su plato. Nadie volvió a hablar hasta que terminaron de cenar. Richards y Bradley repitieron dos veces, y la anciana tres. Cuando ya estaban encendiendo los cigarrillos, una llave gimió en la cerradura y todos se pusieron en tensión, hasta que entró Stacey con aire contrito, asustado y excitado. Llevaba una bolsa marrón en una mano, y entregó a la abuela un frasco de medicina.

—Es droga de primera calidad —dijo—. El viejo Curry me ha preguntado dónde había conseguido dos dólares y setenta y cinco centavos para comprar material de primera y le he contestado que se fuera a cagar en su zapato y se comiera la mierda.

—No maldigas o vendrá el diablo y se te llevará —dijo la abuela—. Ven a cenar.

El muchacho abrió unos ojos como platos y exclamó:

—¡Señor, si ahí hay carne!

—No. Lo que pasa es que hemos cagado en la olla para hacer la sopa más espesa —replicó Bradley.

El pequeño levantó la mirada, alarmado, y vio que su hermano bromeaba. Se echó a reír y atacó la comida.

—¿Crees que el farmacéutico se lo contará a la policía? —preguntó Richards sin alzar la voz.

—¿Quién, Curry? No creo, si piensa que verá algún billete más de nuestra familia —repuso Bradley—. Él sabe bien que Cassie necesita dosis de material de primera para aliviar el dolor.

—Sigue hablando del plan de Manchester.

—Sí. Verás, Vermont no te conviene. Hay mucha policía y poca gente como nosotros. Puedo hacer que algún amigo, Rich Goleon, por ejemplo, lleve el Chevrolet a Manchester y lo deje aparcado en un garaje automático. Después, yo te llevaré hasta allí en otro coche. —Aplastó el cigarrillo y añadió—: Irás en el maletero. En las carreteras secundarias sólo utilizan controles normales. Tomaremos directamente por la ruta cuatrocientos noventa y cinco.

—Eso es bastante peligroso para ti —dijo Richards.

—Bueno, no pienso hacerlo gratis. Cuando Cassie muera, lo hará sin dolores.

—Dios te oiga —musitó la anciana.

—Aun así, sigue siendo muy peligroso para ti.

—Si un policía le busca las cosquillas a Bradley, él le hará cagarse en el zapato y comerse la mierda —intervino Stacey, limpiándose los labios.

Cuando volvió la mirada hacia Bradley, sus ojos brillaban de admiración y adoración a su héroe.

—Te está cayendo la sopa en la camisa, Stacey —dijo Bradley. Le dio un golpe cariñoso en la cabeza y añadió—: ¿Todavía no sabes comer solo, renacuajo? Ya eres mayor, ¿no?

—Si nos descubren estarás acabado, Bradley. ¿Quién se cuidará entonces del chico? —preguntó Richards.

—Sabrá cuidar de sí mismo si algo sucede —respondió Bradley—. Tanto él como la abuela. No está enganchado en ninguna droga, ¿verdad, Stacey?

El chiquillo movió la cabeza en un gesto de enfática negativa.

—Y sabe que como vea una sola marca en sus brazos le arranco la cabeza. ¿Verdad, Stacey?

Stacey asintió.

—Además, podemos utilizar el dinero porque tenemos enfermos en la familia, así que no hablemos más del tema. Creo que sé dónde me estoy metiendo.

Richards apuró en silencio el cigarrillo mientras Bradley iba a darle a Cassie un poco de medicina.