…Menos 65 y contando…

Apenas había empezado a soñar, cuando sus sentidos, muy aguzados, le devolvieron a la realidad. Confuso, en un cuchitril a oscuras, pensó por un instante que era presa de una pesadilla y que un enorme perro policía saltaba sobre él como una terrible arma orgánica de dos metros de altura. Casi dejó escapar un grito antes de que Stacey le hiciera recobrar plenamente la conciencia al susurrar:

—Si me ha roto la maldita lámpara, voy a…

Un susurro hizo callar de inmediato al pequeño. El lienzo de la entrada se agitó y Richards encendió la luz. Se encontró ante Stacey y otro negro. El recién llegado tenía unos dieciocho años, calculó Richards. Llevaba una chaqueta de motorista y contemplaba a Richards con una mezcla de odio e interés.

La hoja de una navaja saltó de su resorte y brilló en la mano de Bradley.

—Si llevas armas, tíralas al suelo.

—No llevo.

—No voy a creerme esa mi… —Se interrumpió y abrió unos ojos como platos—. ¡Eh!, tú eres el tipo de la Libre-Visión. El que se ha escapado del Y.M.C.A. de la avenida Hunington. —La ceñuda expresión de su negro rostro fue sustituida por una sonrisa involuntaria—. Dicen que te has cargado a cinco policías. Eso significa que probablemente han sido quince.

—El tipo salió de las alcantarillas —dijo Stacey dándose importancia—. Y enseguida supe que no era el diablo. Supe que era algún pobre desgraciado, un blanquito sin dinero. ¿Vas a pincharle, Bradley?

—Cállate y deja que hablen los mayores.

Bradley terminó de entrar en el cubículo, acuclillado en posición incómoda, hasta tomar asiento frente a Richards en una caja de naranjas casi hecha astillas. Echó un vistazo a la navaja que llevaba en la mano, pareció sorprenderse de verla todavía abierta y la cerró rápidamente.

—Amigo, eres más peligroso que la peste —dijo por último.

—Tienes razón.

—¿Adónde piensas ir?

—No lo sé, pero tengo que salir de Boston.

Bradley permaneció en silencio unos instantes.

—Tendrás que venirte a casa con Stacey y conmigo. Debemos hablar, pero aquí no se puede. Demasiado arriesgado.

—Está bien —respondió Richards con voz cansina—. Me da igual.

—Iremos por detrás. Esta noche los cerdos de uniforme patrullan por todas partes, y ahora ya sé por qué.

Cuando Bradley hubo salido, Stacey le dio a Richards una patada en la espinilla. Richards se volvió hacia el pequeño, mirándole un instante sin comprender su reacción, y entonces se acordó. Pasó bajo mano tres Nuevos Dólares al muchacho, y Stacey los hizo desaparecer.