…Menos 66 y contando…

El niño de unos siete años, negro, apuró el cigarrillo y se acercó más a la boca del callejón, observando la calle. Había apreciado un súbito y breve movimiento en la calle, cuando momentos antes todo estaba quieto. Unas sombras se movieron, se detuvieron y volvieron a moverse. La tapa de la alcantarilla estaba levantándose. Un momento de inmovilidad y algo que brillaba. ¿Unos ojos? La tapa se movió de pronto a un lado, con estrépito.

Alguien (o algo, pensó el muchacho, con un asomo de temor) se movía allí fuera. Quizás había venido el diablo para llevarse a Cassie. Mamá decía que Cassie se iría al cielo para estar con Dicky y los demás ángeles, pero el muchacho pensaba que eso eran tonterías. Todo el mundo iba al infierno cuando moría, y el diablo les pinchaba el culo con el tridente. Él había visto una imagen del diablo en los libros que Bradley había hurtado de la Biblioteca Pública de Boston. El cielo era para los chiflados del push. El diablo era el hombre.

Podía ser el diablo, pensó el muchacho cuando Richards surgió de pronto de la alcantarilla y permaneció unos instantes doblado sobre sí mismo en el asfalto cuarteado y lleno de parches, recuperando la respiración. Sin rabo ni cuernos, ni el color rojo del grabado del libro, pero su aspecto general era lo bastante repulsivo.

Ahora volvía a poner la tapa en su sitio, y ahora…

… ¡Ahora, Dios santo, venía corriendo hacia el callejón!

El muchachito gimió, intentó echar a correr y tropezó con sus propios pies.

Probó a levantarse, derribando cajas y bolsas de basura, y de pronto el diablo le agarró.

—¡No me pinches! —gritó el pequeño en un ahogado gemido—. ¡No me pinches con el tridente, hijo de…!

—¡Chisst! ¡Calla! ¡Cállate!

El diablo le sacudió por los hombros haciéndole castañetear los dientes como canicas, y el chiquillo enmudeció. El diablo miró a su alrededor presa de un extremo temor. Las facciones de su rostro parecían casi burlescas a causa del pánico. Al niño le recordaron aquellos tipos tan cómicos del concurso Bañe al Cocodrilo. Se habría echado a reír de no estar tan asustado.

—Tú no eres el diablo —dijo.

—Si gritas, te convencerás de que lo soy.

—No voy a gritar —replicó el chico, con aire enfadado—. ¿Crees que quiero que me corten los huevos? Si todavía no tengo edad ni para correrme…

—¿Conoces algún lugar tranquilo donde podamos ir?

—No me mates, tío. No tengo nada.

Los ojos del niño se volvieron hacia él como dos manchas blancas en la oscuridad.

—No pienso matarte.

El chiquillo tomó de la mano a Richards y le condujo por el callejón retorcido y cubierto de desperdicios hasta la boca de otra calleja. Al fondo de ésta, justo antes de que se abriera el patio interior entre dos anónimos edificios de numerosos pisos, el chiquillo le llevó hasta un cobertizo construido con tablones y ladrillos. El umbral era muy bajo, y Richards se golpeó en la cabeza al entrar.

El chico corrió un sucio retal de tela negra sobre la entrada y manoseó algo en un rincón. Un momento más tarde, un débil fulgor iluminó sus rostros; el niño había conectado una pequeña bombilla a una vieja batería de automóvil en desuso.

—He arreglado esa batería yo mismo —dijo—. Bradley me enseñó a hacerlo. Él tiene libros, ¿sabes? También tengo una bolsa de monedas. Te la daré si no me matas. Además, será mejor que no lo hagas. Bradley está con los Navajeros y, si me matas, te hará cagar en el zapato y comerte la mierda.

—Yo no mato a nadie —dijo Richards en tono impaciente—. Al menos, no mato a niños pequeños.

—¡Yo no soy un niño pequeño! ¡He reparado esa batería yo mismo!

El aire ofendido del chiquillo hizo surgir una sonrisa en el rostro de Richards.

—Está bien. ¿Cómo te llamas, muchachito?

—¡No me llames muchachito! —replicó. Después añadió, con resentimiento—: Stacey.

—Muy bien, Stacey. Yo soy un fugitivo. ¿Te lo crees?

—Sí, eres un fugitivo, desde luego. No has salido de esa alcantarilla para comprar unas fotos guarras. —Permaneció unos instantes contemplando a Richards y añadió—: ¿Eres negro o blanquito? Es difícil saberlo con toda esa suciedad encima.

—Stacey, yo… —Dejó la frase sin terminar y se mesó el cabello. Cuando volvió a hablar, pareció estar haciéndolo consigo mismo—. Tengo que confiar en alguien, y resulta ser un muchacho. ¡Un niño! ¡Santo cielo, si no debes de tener más de seis años!

—Cumpliré ocho en marzo —replicó el chico con rabia—. Mi hermana Cassie tiene cáncer —añadió—. Grita mucho, y por eso me gusta venir aquí. He arreglado esa maldita batería yo mismo. ¿Quieres un porro, tío?

—No, y tú tampoco. ¿Quieres un par de dólares, Stacey?

—¡Claro que sí! —dijo el niño. Después, un velo de desconfianza nubló sus ojos—. ¡Bah!, tú no has salido de esa alcantarilla con dos malditos dólares para mí. Seguro que es mentira.

Richards sacó del bolsillo un Nuevo Dólar y se lo dio. El chiquillo contempló el billete con un temor reverencial próximo al terror.

—Hay otro como éste para ti si traes aquí a tu hermano —dijo Richards, y al ver la expresión del pequeño añadió rápidamente—: Te lo daré a escondidas para que él no lo vea. Haz que venga solo.

—Ni se te ocurra intentar matar a Bradley. Te hará cagar en el zapato…

—… y comerme la mierda, ya lo sé. Tú ve y dile que venga. Espera a que esté solo.

—Tres dólares.

—No.

—Escucha, amigo, con tres dólares puedo conseguir un poco de polvos para Cassie en la farmacia. Así dejará de gritar tanto.

El rostro de Richards se crispó como si alguien invisible le hubiera golpeado en la boca del estómago.

—Está bien. Tres.

—… Nuevos Dólares —insistió el chiquillo.

—Sí, hombre, sí, ¡por el amor de Dios! Ve a por él. Y si traes a la policía no recibirás nada.

El muchacho se detuvo, con medio cuerpo fuera y medio dentro de su cubil.

—Estás loco si crees que voy a hacer eso. Odio a esos cerdos de uniforme más que a nadie. Incluso más que al diablo.

Después, desapareció. Richards pensó que tenía su vida en las manos mugrientas y llenas de costras de un chiquillo de siete años. Sin embargo, estaba demasiado cansado para sentirse realmente asustado. Apagó la luz, se echó hacia atrás y dormitó un rato.