…Menos 67 y contando…

Richards se detuvo junto a la escala y alzó la mirada, atónito al apreciar la luz. No parecía haber mucho tráfico, lo cual era bueno, pero la luz…

Le sorprendía porque le había parecido que transcurrían horas y horas en su vagar por las alcantarillas. Allá abajo, en la oscuridad, sin impresiones visuales y sin más sonido que el borboteo del agua, el leve chapoteo de una rata y los ecos fantasmales de otras conducciones («¿Qué pasaría si alguien tirase de la cadena justo sobre mi cabeza?», se había preguntado en varias ocasiones, morbosamente), el sentido del tiempo de Richards había quedado extrañamente desorientado.

Ahora, mientras contemplaba la tapa del alcantarillado a unos cinco metros por encima de él, vio que el día aún no había terminado. La tapa tenía varios respiraderos, y unos rayos de luz del diámetro de un lápiz formaban monedas de sol en sus hombros y su pecho.

No había pasado ningún coche aéreo sobre la tapa desde que llegara allí; sólo algún vehículo terrestre pesado y una flota de motocicletas. Eso le hizo sospechar que, más por buena suerte y por la ley de las probabilidades que por un sentido interno de la orientación, había conseguido llegar al corazón de la ciudad, adonde vivían «los suyos».

Sin embargo, no se atrevía a subir hasta que anocheciera. Para pasar el tiempo, sacó la cámara de vídeo, introdujo una cinta y empezó a filmarse el pecho. Sabía que las cintas eran ultrasensibles, capaces de aprovechar la menor cantidad de luz, y no quería mostrar nada del lugar donde se encontraba. Esta vez no habló ni se cubrió el rostro. Estaba demasiado cansado.

Cuando la cinta saltó, la puso con la grabada por la mañana. Deseó poder quitarse de la cabeza la pertinaz sospecha —la casi certeza— de que las cintas contribuían a localizarle. Tenía que haber un modo de impedirlo. Tenía que haberlo.

Se sentó en el tercer peldaño de la escala y aguardó a que oscureciera. Llevaba corriendo desde hacía casi treinta horas.