…Menos 68 y contando…

Siguió avanzando a ciegas lentamente, como un topo, durante unos cincuenta metros. De pronto, el depósito de carburante del sótano del hostal estalló con un rugido que provocó en las tuberías unas vibraciones simpáticas tales que estuvieron a punto de reventarle los tímpanos. Hubo un destello blanco-amarillento, como si hubiera ardido una masa de fósforo. El destello se difuminó en un resplandor rosado y cambiante. Momentos después, una oleada de aire caliente le golpeó el rostro, forzando a éste a una mueca de dolor.

La cámara de vídeo del bolsillo de la chaqueta iba de un lado a otro mientras intentaba retroceder con más rapidez. La tubería se estaba calentando a causa de la gran explosión y el incendio que se había formado algunos metros por encima de él, igual que el mango de una sartén se calienta también cuando se pone ésta al fuego. Y Richards no tenía la menor intención de quedar cocido allí abajo como una patata al horno.

El sudor bañaba su rostro, mezclándose con los negros churretes de suciedad que ya tenía, y le daba el aspecto de un indio con sus pinturas de guerra, bajo el resplandor irregular del incendio que se reflejaba en las paredes de la tubería. Estas resultaban ahora calientes al tacto.

Como un cangrejo, Richards retrocedió rápidamente, apoyado en rodillas y antebrazos y golpeando con las nalgas la parte superior de la tubería a cada movimiento. Respiraba con rápidos jadeos, como un perro. El aire era caliente, lleno de un oleoso sabor a gasolina que resultaba incómodo de respirar. Un intenso dolor de cabeza comenzó a despertarse en su cráneo, como múltiples estiletes clavándosele detrás de los ojos.

«Voy a freírme aquí. Voy a freírme…»

De pronto, notó que los pies le colgaban en el vacío. Intentó mirar por entre las piernas para ver de qué se trataba, pero había demasiada oscuridad y sus ojo estaban deslumbrados por el resplandor que recibía de cara. Tendría que arriesgarse. Retrocedió hasta tener las rodillas en el borde de la tubería y las movió con cautela, tanteando el espacio.

De pronto, sus pies encontraron agua. La sensación de frío resultó sorprendente después del calor pasado.

La nueva conducción venía en el mismo plano y transversal a la que Richards acababa de recorrer, y era mucho mayor, lo bastante para avanzar de pie, si se mantenía agachado. El agua, turbia, le cubría hasta los tobillos, y avanzaba lentamente. Richards se detuvo un instante a mirar por la tubería que había dejado atrás. Al fondo se reflejaba todavía el fulgor del incendio. El hecho de que pudiera verlo desde allí significaba que debía de ser enorme.

A regañadientes, Richards se vio obligado a aceptar el hecho de que sus perseguidores le considerarían vivo, y no muerto en el infierno del sótano del hostal. Con todo, quizás no descubrieran su ruta de escape hasta que el incendio estuviera controlado. Parecía lógico pensarlo, pero también lo había parecido pensar que no podrían seguirle el rastro hasta Boston.

«Quizá no fue así. Después de todo, ¿qué vi en realidad?»

No. Habían sido ellos, lo sabía. Los Cazadores. Llevaban consigo el hedor del mal. Y éste había subido a oleadas hasta su habitación del quinto piso como invisibles ondas térmicas.

Una rata pasó chapoteando junto a él y se detuvo a mirarle un instante con ojillos brillantes.

Richards chapoteó también, torpemente. Y avanzó en la misma dirección que el agua.