Unas enormes conducciones de calefacción, oxidadas y festoneadas de telarañas, recorrían el techo dibujando extrañas formas. Cuando la caldera se puso en funcionamiento, repentinamente, Richards estuvo a punto de chillar de terror. La descarga de adrenalina en su corazón y sus extremidades fue dolorosa; por un momento, casi paralizante.
Vio que también había periódicos. Miles de ellos, amontonados y atados con cuerdas. Las ratas los usaban como nido por centenares. Familias enteras de roedores contemplaban al intruso con ojillos encarnados y desconfiados.
Empezó a alejarse del ascensor y se detuvo en mitad de la extensión de cemento cuarteado. Había una gran caja de fusibles unida a un poste, y detrás de éste, apoyado en el otro lado, un puñado de herramientas. Richards tomó una palanca y continuó caminando con la vista fija en el suelo.
A la izquierda, junto a la pared, divisó la boca principal del desagüe. Se acercó a ella mientras, en un rincón de la mente, se preguntaba si sabrían ya que estaba allí abajo.
La tapa del desagüe estaba hecha de acero y medía un metro de diámetro. En el otro extremo había una ranura para la palanca. Richards la colocó, alzó la tapa y puso un pie en la palanca a fin de mantener abierto el hueco. Después pasó las manos y empujó. La tapa cayó sobre el cemento con un estruendo que hizo desaparecer inmediatamente a las ratas.
La tubería descendía en un ángulo de 45°, y Richards calculó que el diámetro no debía de llegar a 75 cm. Estaba muy oscuro. De pronto, la claustrofobia le dejó la garganta seca. El hueco era demasiado estrecho para maniobrar. Incluso para respirar. Pero tenía que servir.
Colocó de nuevo la tapa dejando el espacio justo para colarse por él y poner de nuevo la tapa desde abajo. Después caminó hasta la caja de fusibles, reventó el candado con la palanca y la abrió. Estaba a punto de empezar a romper fusibles cuando se le ocurrió otra idea.
Anduvo hasta los periódicos, tirados como un montón de nieve sucia y amarillenta a lo largo de una de las paredes del sótano. Después sacó del bolsillo la caja de cerillas con que había estado encendiendo los cigarrillos. Quedaban tres. Tomó una hoja de papel y la arrugó, dándole una forma alargada; después la sostuvo entre el brazo y el costado mientras encendía una cerilla. La primera se apagó enseguida debido a una corriente de aire. La segunda se le cayó de entre los dedos, temblorosos, y se apagó también sobre el húmedo cemento.
La tercera se encendió normalmente. Acercó la llama al extremo del papel y surgió una llama amarilla. Una rata, presintiendo quizá lo que se avecinaba, corrió entre los pies de Richards y se refugió en la oscuridad.
Richards se sentía ahora lleno de una terrible urgencia, pero consiguió contenerse hasta que el papel empezó a arder con llamas de un palmo de alto. Ya no le quedaban más cerillas, por eso colocó con cuidado su antorcha de papel en una fisura del muro de papel que le llegaba hasta el pecho y aguardó hasta asegurarse de que el fuego se extendía. El enorme depósito de combustible que abastecía al hostal estaba adosado a aquella pared por el otro lado. Quizás estallara.
Richards estaba convencido de que así sería.
Volvió corriendo hacia la caja de fusibles y empezó a arrancar los largos fusibles tubulares. Consiguió cortar la mayor parte antes de que se apagaran las luces del sótano. Regresó hasta el pequeño desagüe tanteando el terreno a ciegas, ayudado por el creciente resplandor del papel ardiendo.
Tomó asiento en el borde del hueco con los pies colgando en el vacío y, por fin, se introdujo en él lentamente. Cuando tuvo la cabeza por debajo del nivel del suelo, apretó las rodillas contra los lados de la cañería para sostenerse y situó trabajosamente los brazos por encima de la cabeza. Fue una labor lenta, pues disponía de muy poco espacio para moverse. Ahora, la luz del fuego era de un amarillo brillante, y el chasquido del papel al arder le llenaba los oídos. Por fin, sus dedos encontraron el borde de la tapa y atrajo ésta hacia sí poco a poco, sosteniendo una parte cada vez mayor del peso con los músculos de la espalda y del cuello. Cuando consideró que estaba a punto de encajarla, dio un último y enérgico tirón a la tapa. Ésta cayó en su lugar con estruendo, doblándole cruelmente las muñecas.
Richards dejó que las rodillas se relajaran y se escurrió hacia abajo como si estuviera descendiendo en paracaídas. La tubería estaba cubierta de una capa de limo, y cayó sin esfuerzo unos cuatro metros hasta llegar a un punto en que el conducto daba un giro de noventa grados. Sus pies se posaron en el fondo con fuerza y permaneció así unos instantes, como un borracho apoyado en un farol.
Pero no podía colarse por el conducto horizontal, pues el ángulo era demasiado agudo para su tamaño.
Volvió a sentirse agobiado por una enorme y nauseabunda sensación de claustrofobia. «Atrapado —balbuceó su mente—. Atrapado aquí dentro, atrapado, atrapado…»
Un grito agudo subió a su garganta y apenas consiguió sofocarlo.
«Calma. Sí, eso es lo que siempre se dice, pero en esta situación es realmente imprescindible conservar la calma todo lo posible. Porque estoy en el fondo de esta tubería y no puedo subir ni bajar, y si el maldito depósito estalla voy a quedar asado como un pollo…»
Empezó a agitarse hasta conseguir darse la vuelta y quedar con el pecho contra la base de la tubería, en lugar de la espalda. La capa de mugre hacía de lubricante, facilitando los movimientos. El conducto estaba ahora bastante iluminado, y cada vez hacía más calor. Por las rendijas de la tapa se colaban rayos de luz que iluminaban su rostro en pleno esfuerzo.
Apoyado por fin en pecho, vientre y escroto, y con las piernas dobladas adecuadamente, consiguió deslizarse un poco más hasta que pies y pantorrillas entraron en el tubo horizontal. Richards estaba ahora arrodillado, como si fuera a rezar, pero seguía sin ser suficiente. Tenía las nalgas encajadas en las losas de cerámica que cubrían el ángulo de la cañería a la entrada del tramo horizontal.
Le pareció percibir unos gritos como órdenes por encima del poderoso rugir del fuego, pero podía tratarse sólo de su imaginación, que ahora estaba febril y llena de tensión, hasta el punto de no resultar fiable.
Empezó a flexionar los músculos de las piernas en un agotador balanceo y, poco a poco, las rodillas fueron abriéndose paso. Colocó trabajosamente los brazos por encima de la cabeza de nuevo para tener más espacio, y ahora su rostro quedó aplastado contra la suciedad de la tubería. Estaba ya muy cerca de conseguir su objetivo. Dobló la espalda todo cuanto pudo y empezó a empujar con la cabeza y los brazos, que eran las únicas partes del cuerpo con las que podía hacer palanca.
Cuando ya empezaba a pensar que no había suficiente espacio y que iba a quedarse atascado allí, incapaz de seguir avanzando o de retroceder, las caderas y las nalgas se colaron de pronto por la abertura de la tubería horizontal con un estampido, como si fueran el tapón de una botella de champaña. La rabadilla le produjo un dolor insoportable al rozar con la pared, y la camisa se le enroscó hasta las clavículas. Ya tenía todo el cuerpo en posición horizontal, salvo la cabeza y los brazos, que seguían doblados hacia atrás en una posición muy forzada para las articulaciones. Se coló por completo en el tubo e hizo una pausa, entre jadeos, con el rostro bañado en suciedad y excrementos de rata, y un gran arañazo en la piel de la parte inferior de la espalda que rezumaba sangre.
La tubería se estrechaba todavía más, y sus hombros rozaban levemente ambos lados cada vez que tomaba aire.
«Gracias a Dios que estoy subalimentado.»
Entre jadeos, continuó avanzando con los pies por delante en la oscuridad del tubo.