…Menos 70 y contando…

Richards se dirigió rápidamente al baño intentando controlarse, haciendo caso omiso del terror como el hombre colgado de un saliente ignora el vacío que se abre a sus pies. Si conseguía salir de ésta, se dijo, sería manteniendo la serenidad. Si se dejaba arrastrar por el pánico, moriría muy pronto.

Había alguien en la ducha cantando una canción popular con voz ronca y desentonada. Los urinarios y los lavabos estaban desiertos.

La solución había surgido en su mente sin esfuerzo mientras permanecía junto a la ventana observando cómo se reunían de aquel modo despreocupado y siniestro. De no habérsele pasado por la cabeza, todavía estaría allí, pegado a los cristales igual que un Aladino contemplando cómo el humo de la lámpara tomaba la forma de un genio omnipotente. La solución era la misma que solían practicar de muchachos para robar periódicos de los sótanos de los bloques. Molie los compraba luego, a cuatro centavos el kilo.

Con un fuerte tirón de muñeca, arrancó uno de los soportes de cepillos de dientes que había junto a un espejo. Estaba algo oxidado, pero no importaba. Luego se encaminó al ascensor mientras enderezaba el soporte hasta dejarlo recto.

Pulsó el botón y el aparato tardó toda una eternidad en bajar desde el piso octavo. Estaba vacío. Gracias al cielo, estaba vacío.

Entró, echó un rápido vistazo a los pasillos y se volvió hacia el panel de control. Bajo el botón que indicaba el sótano había una ranura en la que el conserje introducía una tarjeta. Un ojo electrónico la comprobaba y permitía al portero pulsar el botón para descender al sótano.

«¿Y si no sale bien?… No importa. Eso ahora no importa.»

Richards hizo una mueca, temeroso de una posible descarga eléctrica, e introdujo el soporte en la ranura al tiempo que pulsaba el botón.

En el panel de control se produjo un ruido que sonó como una breve maldición eléctrica. Notó una sacudida leve en el hombro, como unas cosquillas. Durante un segundo, no sucedió nada más. Por fin, las puertas empezaron a cerrarse y el ascensor se lanzó hacia abajo. Por la ranura del panel salía un leve hilillo de humo.

Richards se apartó de la puerta y observó los números que iban sucediéndose lentamente. Cuando llegó a la planta baja, el motor rechinó allá arriba en la azotea y el ascensor pareció a punto de detenerse. Después, al cabo de un instante (como si decidiera que ya había asustado bastante a Richards), continuó descendiendo. Veinte segundos después se abrieron las puertas y Richards salió al enorme sótano en penumbras. En alguna parte goteaba una cañería, y oyó escurrirse a una rata asustada. Por lo demás, el sótano era suyo. Por ahora.