…Menos 71 y contando…

Era tiempo de una nueva actuación.

Richards se colocó de espaldas a la cámara de vídeo mientras tarareaba el tema musical de El fugitivo. Se colocó la funda de la almohada como capucha, volviéndola del revés para que no pudiera verse el nombre de la Y.M.C.A. estampado en la tela.

La cámara había inspirado a Richards una especie de humor creativo que jamás hubiera creído poseer. La imagen que siempre había tenido de sí mismo era la de un tipo amargado, carente de todo sentido del humor. Sin embargo, la perspectiva de una muerte próxima había puesto de manifiesto al comediante solitario que ocultaba en su interior.

Cuando la grabación terminó, Richards decidió aguardar a la tarde para la segunda. La solitaria habitación resultaba aburrida, y quizá se le ocurriría algo nuevo para entonces.

Se vistió lentamente y acudió a la ventana para echar un vistazo.

El tráfico matutino de aquel jueves hormigueaba afanosamente arriba y abajo por la avenida Hunington. Ambas aceras estaban abarrotadas de peatones que avanzaban lentamente. Algunos estudiaban los paneles amarillos donde se anunciaban los trabajos eventuales, pero la mayoría deambulaba apelotonadamente. Parecía haber un policía en cada esquina. Richards oyó mentalmente sus palabras habituales. «Muévete. ¿No tienes adónde ir? Date prisa, gusano.»

Uno llegaba hasta la esquina siguiente, que parecía la última, y allí era obligado a seguir de nuevo. Uno podía sentirse furioso pero, sobre todo, terminaba con un terrible dolor de pies.

De regreso al hostal, Richards meditó los riesgos de acudir a darse un baño a las duchas comunales y, finalmente, decidió hacerlo. Bajó con una toalla al cuello, no encontró a nadie y penetró en el cuarto de baño.

Allí se mezclaban los olores a orina, excrementos, vómitos y desinfectantes. Las puertas de los retretes estaban reventadas, naturalmente. Alguien había escrito A LA MIERDA LA CADENA con letras de un palmo sobre los urinarios. Parecía obra de una persona enfurecida. En uno de los urinarios había un montón de heces, y Richards pensó que el tipo debía de estar muy borracho cuando lo hizo. Unas cuantas moscas de otoño zumbaban perezosamente encima de los excrementos. La panorámica no afectó gran cosa a Richards, pues era demasiado habitual para él; sin embargo, se alegró de llevar puestos los zapatos.

La sala de duchas estaba a su completa disposición. El suelo era de cerámica descascarillada, y las paredes, de baldosas con gruesos depósitos de suciedad en la parte baja. Abrió el grifo de una ducha oxidada; el agua salía muy caliente, y aguardó pacientemente hasta que, al cabo de cinco minutos, empezó a salir tibia. Entonces, se duchó rápidamente. Utilizó una pastilla de jabón que encontró en el suelo; o el hotel no se había preocupado de ponerlo, o la doncella encargada de ello se lo había quedado.

De regreso hacia la habitación, un tipo con labios leporinos le recitó unos versículos.

Richards se puso la camisa, se sentó en la cama y encendió un cigarrillo. Tenía hambre, pero decidió esperar a que anocheciera para salir a comer algo.

El aburrimiento le llevó de nuevo a la ventana. Se dedicó a contar las diferentes marcas de coches: Ford, Chevrolet, Wint, Volkswagen, Plymouth, Studebaker y Rambler-Supreme. El primero en llegar a cien ganaba. Un juego estúpido, pero mejor que no tener ninguno.

Más arriba, en la misma avenida Hunington, estaba la universidad del Nordeste y, justo enfrente del hostal, había una gran librería automatizada. Mientras contaba coches, Richards observó a los estudiantes que entraban y salían de ella formando un agudo contraste con los parados que se detenían ante los anuncios de ofertas de trabajo. Los estudiantes llevaban el cabello más corto, y todos parecían vestir ropas de deporte, que al parecer estaban de moda en el campus. Chicos y chicas pasaban por las puertas giratorias para hacer sus compras con un aire informal de clientela incómoda que provocó una mueca de helada complacencia en el rostro de Richards. Los espacios de estacionamiento limitado a cinco minutos delante de la librería eran ocupados y desocupados por una sucesión de automóviles deportivos y relucientes, a menudo de formas exóticas. Muchos de ellos llevaban calcomanías de las diversas facultades en los cristales traseros: Nordeste, M.I.T., Boston, Harvard… La mayor parte de los desocupados pendientes de los letreros amarillos trataban los coches como si formaran parte del paisaje, pero algunos los contemplaban con un ansia muda y lastimera.

Un Wint dejó el espacio situado justo frente a la tienda y un Ford ocupó su lugar. El conductor, un tipo de cabello cortado estilo cepillo que fumaba un habano de un palmo, dejó el motor al ralentí y el vehículo descendió hasta quedar a apenas dos centímetros del suelo. Después, el coche se alzó un poco cuando el pasajero, vestido con una cazadora blanca y marrón, se levantó del asiento y entró rápidamente en la tienda.

Richards suspiró. Contar coches era un juego muy aburrido. Los Ford superaban a su contrincante mejor situado por un resultado de 78 a 40. El resultado final era tan predecible como el de las siguientes elecciones.

Alguien llamó a la puerta y Richards se puso en tensión como un resorte.

—¿Frankie? ¿Estás ahí, Frankie? —dijo una voz.

Richards no respondió. Helado de temor, continuó quieto como una estatua.

—¡Estás jodido, Frankie!

Hubo una risotada de manifiesta ebriedad y los pasos se alejaron. Richards oyó que llamaba a la siguiente puerta.

—¿Estás ahí, Frankie?

A Richards el corazón le fue volviendo lentamente a su lugar, garganta abajo.

El Ford dejaba ya el aparcamiento y otro Ford tomó su lugar. El número 79. Mierda.

La mañana fue transcurriendo, pasó el mediodía y llegó la una. Richards lo supo por el tañido de las campanas de varias iglesias distantes. Irónicamente, un hombre que vivía hora a hora no disponía de reloj.

Ahora jugaba a una variante del juego de los coches. Los Ford valían dos puntos, los Studebaker tres y los Chevrolet cuatro. El primero que llegara a doscientos ganaba.

Transcurrió quizás un cuarto de hora hasta que advirtió que el hombre de la cazadora blanca y marrón estaba apoyado en una farola más allá de la librería, leyendo el cartel de un concierto. Nadie le decía que circulara; de hecho, la policía parecía hacer caso omiso de su presencia.

«Estás viendo fantasmas, gusano. Dentro de poco los verás bajo la cama.» Contó un Chevrolet con el parachoques mellado. Un Ford amarillo. Un viejo Studebaker con un ruidoso cilindro de aire que oscilaba arriba y abajo sobre el colchón de aire. Un Volkswagen; éste no contaba ahora para el juego. Otro Chevrolet. Un Studebaker.

En la parada de autobús de la esquina había un hombre que fumaba un habano de un palmo con aire despreocupado. Era la única persona de la parada, y había buenas razones para ello. Richards había visto ir y venir los autobuses y sabía que no habría otro hasta cuarenta y cinco minutos después.

Richards notó una sensación helada que le agarrotaba los testículos.

Un viejo con una gabardina negra raída deambulaba por la acera y se apoyó distraídamente en el edificio.

Dos tipos de vestimenta deportiva bajaron de un taxi charlando animadamente y empezaron a estudiar la carta del escaparate del restaurante Estocolmo.

Un policía se acercó al hombre de la parada del autobús y conversó con él unos instantes. Después, volvió a alejarse.

Con un terror lejano y mudo, Richards notó que bastantes de los vagabundos y los borrachos caminaban ahora mucho más despacio. Las ropas y los modos de andar le parecían extrañamente familiares, como si los hubiera visto ya muchas veces y sólo ahora se diera cuenta de ello…, de esa manera inquietante e incierta en que uno percibe en sueños las voces de los muertos.

También había más policías.

«Me están acorralando», pensó. La idea le produjo un terror incapacitante, conejil.

«No —se corrigió de inmediato—. Ya estoy acorralado.»