El vestíbulo del quinto piso apestaba a orina.
El pasillo era lo bastante estrecho para que Richards sintiera claustrofobia, y la alfombra, que debía de haber sido roja, se hallaba reducida a jirones en su parte central. Las puertas eran de un gris industrial, y varias de ellas mostraban huellas recientes de patadas, golpes o forcejeos con palancas. Cada veinte pasos, un rótulo advertía que estaba PROHIBIDO FUMAR EN LOS PASILLOS POR ORDEN DEL JEFE DE BOMBEROS. En el centro del piso había un baño comunal, donde el hedor a orina se hacía especialmente intenso. Era un olor que Richards asoció de inmediato a la desesperación. La gente se movía inquieta tras las puertas grises como fieras encerradas, como animales demasiado terribles y espantosos para ser vistos. Alguien cantaba una tonada que podría haber sido el avemaría una y otra vez, con voz borracha. De otra puerta surgían unos extraños barboteos. De otra, una tonada de vieja música country (No tengo un dólar para el teléfono / y estoy tan triste…). Sonidos de zapatos arrastrándose. El gemido solitario de los muelles de una cama, que delataba a un hombre masturbándose. Sollozos. Risas. Los gruñidos histéricos de una discusión entre borrachos. Y más allá de éstos, el silencio. Y el silencio. Y el silencio. Un hombre con el pecho espantosamente hundido pasó junto a Richards sin mirarle, con una pastilla de jabón y una toalla en una mano y vestido con un pantalón de pijama atado a la cintura con una cuerda. Llevaba los pies enfundados en unas zapatillas de papel.
Richards abrió la puerta de su habitación y entró. En un rincón había un urinario y lo utilizó. También había una cama con sábanas casi blancas y una manta del ejército extra, un escritorio en el que faltaba el segundo cajón, y una imagen de Cristo en una pared. En el ángulo de dos de los tabiques vio un colgador de acero con dos perchas. Eso era todo, además de la ventana que se abría a la oscuridad. Eran las 10.15.
Richards colgó su chaqueta, se descalzó y se tumbó en la cama. Se daba cuenta de lo desdichado, desconocido y vulnerable que resultaba en el mundo. El universo parecía gemir, gritar y rugir a su alrededor como un enorme e indiferente automóvil destartalado que bajase a toda velocidad por una colina, lanzado hacia el borde de un abismo sin fondo. Empezaron a temblarle los labios y lloró un poco.
No dejó que le vieran así en la cinta. Permaneció tendido con la mirada fija en el techo, que estaba resquebrajado en un millón de absurdas grietas, como una pieza de cerámica con el barniz mal cocido. Ya llevaban ocho horas detrás de él. Se había ganado ochocientos dólares del dinero que le habían adelantado. ¡Señor, todavía no había salido siquiera del agujero!
Y no se había visto por Libre-Visión. ¡Qué lástima! Todo aquel espectáculo del encapuchado…
¿Dónde estarían? ¿Todavía en Harding? ¿En Nueva York? ¿O camino de Boston? No, no podían estar ya sobre su pista. ¿O sí? El autobús no había pasado ningún control de carreteras. Había abandonado la mayor ciudad del mundo anónimamente y viajaba bajo nombre supuesto. No podían estar tras su pista. Imposible.
El hostal de la Y.M.C.A. de Boston podía ser seguro durante un máximo de dos días. Después podría dirigirse al norte, hacia New Hampshire y Vermont, o al sur, hacia Hartford, Filadelfia o incluso Atlanta. Más al este quedaba el océano y, al otro lado, Europa. Resultaba una idea seductora pero, probablemente, estaba fuera de su alcance. El pasaje por avión exigía documentos de identidad y, además, Francia estaba bajo la ley marcial. Aunque fuera posible colarse de polizón, si le descubrían tendría un final rápido y definitivo. El oeste, en cambio, quedaba descartado. En el oeste era donde corría más peligros.
«Si no puedes soportar el calor, sal de la cocina». ¿Quién había dicho aquello? Molie lo sabría. Se rió ligeramente por lo bajo y se sintió mejor.
A sus oídos llegó el sonido incorpóreo de una radio.
Le habría gustado conseguir el arma de inmediato, esa noche, pero se sentía demasiado cansado. El viaje le había fatigado. Ser un fugitivo le agotaba. Y una especie de instinto animal le decía, más allá de toda razón, que muy pronto estaría durmiendo en una alcantarilla bajo el filo de octubre, o en un barranco cubierto de matorrales y escoria.
«Mañana por la noche, la pistola.»
Apagó la luz y se acostó.