…Menos 73 y contando…

El hostal de la Asociación de Muchachos Cristianos (Y.M.C.A.) de la ciudad de Boston se hallaba al final de la avenida Hunington. Era enorme, ennegrecido por los años, anticuado y cuadrado. Se alzaba en lo que había sido una de las mejores zonas de Boston a mediados del siglo anterior, y permanecía allí como un recuerdo culpable de otros tiempos. El viejo neón pasado de moda todavía hacía parpadear sus palabras en dirección al pecaminoso distrito del teatro. Parecía el esqueleto de una idea asesinada.

Cuando Richards penetró en el vestíbulo, el recepcionista estaba en plena discusión con un muchacho negro, menudo y mugriento, vestido con un jersey de matabol que le llegaba casi por las rodillas sobre sus tejanos azules. El tema de la discusión parecía ser una máquina de chicle situada junto a la puerta del vestíbulo.

—¡Se ha tragado mi moneda! ¡Se ha tragado mi maldita moneda!

—Si no te largas de aquí, llamaré al detective del hotel, muchacho. Eso es todo. No hay más que hablar.

—¡Pero esa maldita máquina se ha quedado la moneda!

—¡Deja ya de maldecir, gusano!

El recepcionista, un tipo duro y bregado, extendió el brazo y asió el jersey del chico, zarandeándole. La ropa le iba muy ancha y el muchacho apenas se enteró.

—Y ahora —dijo el recepcionista—, lárgate de aquí. No quiero repetirlo.

Al ver que lo decía en serio, la máscara casi cómica de odio y desafío bajo la piel negra del pobre diablo se convirtió en una mueca herida y doliente de incredulidad.

—Escuche, ésa era la única maldita moneda que me quedaba. La máquina de chicle se la tragó y…

—Bueno, voy a llamar ahora mismo al detective de la casa.

El recepcionista se volvió hacia el tablero. Su chaqueta, salida de alguna tienda de ropa usada, aleteó cansinamente alrededor de sus enjutas posaderas.

El muchacho dio una patada a la caja plástica de la máquina de chicle y salió corriendo.

—¡Maldito cerdo blanco hijo de perra! —gritó.

El recepcionista le vio alejarse, sin llegar a apretar el botón, auténtico o figurado. Después dedicó una sonrisa a Richards, mostrando un viejo teclado al que faltaban algunas teclas.

—Ya no se puede hablar con los negros. Si yo fuera dueño de la Cadena, los encerraría a todos en una jaula.

—¿De verdad se le ha tragado la moneda? —preguntó Richards mientras firmaba en el registro como John Deegan, de Michigan.

—Si es cierto, seguramente será robada —respondió el tipo de recepción—. Y aunque tuviera razón, si le diera una moneda tendría a doscientos mendigos por aquí antes del anochecer, todos con el mismo cuento. Lo que me gustaría saber es de dónde sacan ese lenguaje. ¿Es que sus padres no se cuidan de ellos…? ¿Cuánto tiempo se quedará, señor Deegan?

—No lo sé. Estoy aquí por negocios.

Intentó una sonrisa sebosa y, cuando creyó tenerla dominada, la amplió. El recepcionista la advirtió al instante (quizás en el reflejo que le miraba desde las profundidades del mostrador de falso mármol, bruñido por un millón de codos) y se la devolvió.

—Son quince Nuevos Dólares con cincuenta, señor Deegan —dijo mientras tendía hacia Richards una llave unida a una gastada placa de madera—. Habitación quinientos doce.

—Gracias.

Richards pagó en metálico. Tampoco le pidieron que se identificara. Bendita fuera la Y.M.C.A.

Cruzó el vestíbulo hacia los ascensores y observó el pasillo que conducía, a la izquierda, hacia la Biblioteca Circulante Cristiana. Estaba apenas iluminada por unas lámparas amarillentas cubiertas de manchas de moscas, y un anciano con guardapolvo y botas impermeables recitaba unos salmos, volviendo las páginas lenta y metódicamente con dedos húmedos y temblorosos. Richards llegó a oír el sofocado gemido de su respiración desde los ascensores, y sintió una mezcla de horror y lástima.

El ascensor llegó con estrépito y las puertas se abrieron de mala gana con un suspiro. Mientras entraba, el recepcionista repitió en voz alta:

—Es una vergüenza y un pecado. Yo los metería en jaulas a todos.

Richards le dirigió una mirada pensando que el tipo hablaba con él, pero el recepcionista no se dirigía a nadie en concreto. El vestíbulo estaba muy vacío y silencioso.