…Menos 75 y contando…

Cuando despertó acababan de dar las cuatro. La caza, pues, había comenzado. Hacía ya tres horas, contando la diferencia horaria. El pensamiento le hizo estremecerse hasta lo más hondo.

Puso una nueva cinta en la cámara, tomó la Biblia del cajón del escritorio y leyó una y otra vez los Diez Mandamientos con la capucha puesta, durante los diez minutos de la grabación.

En el cajón había sobres, pero llevaban el membrete del hotel. Titubeó, pero comprendió que daba igual. Tendría que fiarse de la palabra de Killian de que la Dirección del Concurso no facilitaría a McCone y a sus perros de presa los datos postales que pudieran llevar a su localización. No tenía más remedio que utilizar el servicio de Correos, pues no le habían facilitado palomas mensajeras.

Junto al ascensor había un buzón, y Richards depositó las cintas en la ranura de «otras ciudades» con gran recelo. Aunque los empleados postales no podían recibir recompensas de la Dirección de Concursos por informar sobre la situación de un concursante, a Richards le seguía pareciendo un asunto terriblemente arriesgado. Sin embargo, no podía dejar de hacerlo, o sería descalificado.

Volvió a su habitación, cerró la ducha (el baño estaba más cálido y húmedo que una jungla tropical) y se tumbó en la cama a pensar.

¿Cómo huir? ¿Qué era lo mejor?

Intentó ponerse en el lugar del concursante medio. Naturalmente, el primer impulso era un puro instinto animal: enterrarse, hacerse una madriguera y ocultarse en ella.

Eso era lo que había hecho él. El hotel Brant. ¿Sería eso lo que esperaban los Cazadores? Sí, claro. No estarían buscando a alguien que huía, sino a alguien que se ocultaba.

¿Podrían encontrarle en su madriguera?

Deseó con todas sus fuerzas poder responder que no, pero le fue imposible. El disfraz era bueno, pero improvisado sobre la marcha. No había muchas personas observadoras, pensó, pero sí algunas. Quizás ya le habían denunciado. El recepcionista… El camarero que le había subido el desayuno… Quizás incluso algún rostro sin nombre en el espectáculo de perversiones de la calle 42.

No era probable, pero sí posible.

¿Y qué decir de su auténtica protección, los papeles falsos que Molie le había proporcionado? ¿Cuánto tiempo le servirían? Bueno, el taxista que le había recogido junto al Edificio de Concursos podía darles la pista de South City. Y los Cazadores eran temibles, amenazadoramente eficaces. Apretarían las tuercas a todos sus conocidos, desde Jack Crager hasta la bruja de Eileen Jenner, la vecina del rellano. Las apretarían mucho. ¿Cuánto pasaría hasta que alguien, quizás un tipo blando como Flapper Donnigan, dejara escapar que Molie había falsificado documentos en alguna ocasión? Y si encontraban a Molie estaba perdido. El prestamista resistiría lo justo para ganarse un par de palizas, pues era lo bastante astuto como para conseguir un par de cicatrices visibles que lucir por el barrio. Así quedaría a cubierto de cualquier desgraciado incendio por causas desconocidas, una noche cualquiera. ¿Y entonces? La mera comprobación de los tres aeropuertos de Harding descubriría el salto nocturno de John G. Springer hacia la Gran Metrópoli.

Si encontraban a Molie…

«Da por sentado que sí. Tienes que dar por sentado que sí.»

Entonces, a correr. ¿Adónde?

No lo sabía. Había pasado toda su vida en Harding, en el Medio Oeste. No conocía la Costa Este, y no había lugar alguno al que pudiera huir y considerarse en casa. Así pues, ¿adónde? ¿Adónde?

Su mente, confusa y abatida, se perdió en una morbosa visión. Habían encontrado a Molie sin ningún problema, y le habían sacado el nombre falso en cinco minutos, tras arrancarle dos uñas, llenarle el ombligo con gasolina para encendedor y amenazar con prender una cerilla. Después, habían localizado el vuelo de Richards con una rápida llamada (hombres elegantes, de rasgos desconocidos, con gabardinas de idéntico corte y confección) y habían llegado a Nueva York a las 2.30, hora local. Otros hombres habían conseguido ya la dirección del Brant mediante la consulta de las listas de ocupación hotelera de la ciudad de Nueva York, que eran pasadas a ordenador día a día. Ahora estaban en el exterior, rodeando el lugar. Conductores de neumobús, camareros, recepcionistas y botones habían sido reemplazados por Cazadores. Media docena de ellos subían ya por la escalera de incendios. Otros cincuenta se agolpaban en los tres ascensores. Cada vez eran más, con sus coches aéreos que rodeaban el edificio. Ya estaban en el pasillo. Dentro de un segundo, la puerta saltaría e irrumpirían, acompañados entusiásticamente de una cámara que, instalada sobre un trípode por encima de sus musculosas espaldas, recogería para la posteridad el instante en que le hacían picadillo.

Se incorporó en la cama, sudando. De momento, ni siquiera tenía un arma.

«A correr. De prisa.»

Para empezar, Boston serviría.