…Menos 77 y contando…

Richards abandonó el local de Molie diez minutos después de medianoche, con mil doscientos dólares menos en el bolsillo. El viejo le había vendido también un disfraz limitado, pero bastante eficaz: cabellos grises, gafas, rellenos para la boca, dientes salientes de plástico que transformaban sutilmente la línea de sus labios.

—Adopta una ligera cojera —le había aconsejado Molie—. Que no llame mucho la atención, pero que se note. Recuerda que tienes la capacidad de confundir a los demás, si la usas. ¿A que no recuerdas de dónde viene esa frase?

Richards lo ignoraba.

Según los nuevos documentos de su cartera, él era ahora John Griffen Springer, vendedor de cintas de texto de Harding. Tenía 43 años y era viudo. No tenía estatus de técnico, pero eso era mejor. Los técnicos tenían una manera de hablar muy especial.

Richards volvió a salir a la calle Robard a las 12.30. Buena hora para ser asaltado, detenido o muerto, pero mala para intentar una escapada discreta. Sin embargo, llevaba toda su vida al sur del Canal.

Cruzó éste unos tres kilómetros más allá, casi por la orilla del lago. Vio a un grupo de mendigos borrachos apretados en torno a un fuego furtivo. Un puñado de ratas, pero ningún policía. A la 1.15 se encontraba ya al otro extremo de la tierra de nadie de los almacenes, los restaurantes baratos y las oficinas de fletes del lado norte del Canal. A la 1.30 se encontró por fin rodeado de suficientes moradores de los barrios altos que entraban y salían de las tabernas baratas como para tomar un taxi sin problemas.

Esta vez, el taxista no le reconoció.

—Al aeropuerto —dijo Richards.

—Allá vamos, amigo.

Los impulsores por aire les incorporaron al tráfico callejero. Llegaron al aeropuerto a la 1.50. Richards pasó con su leve cojera ante varios policías y vigilantes de seguridad, que no le prestaron la menor atención. Sacó un billete para Nueva York porque, de pronto, le vino a la cabeza esa ciudad. La comprobación de identidad se efectuó de forma rutinaria, sin problemas. Saldría en la lanzadera exprés a Nueva York a las 2.20. Sólo llevaba unos cuarenta pasajeros, la mayor parte estudiantes y hombres de negocios, que echaban una cabezada. El vigilante de la casilla blindada también durmió la mayor parte del trayecto. Igual que Richards.

Tomaron tierra a las 3.06. Richards desembarcó y dejó el aeropuerto sin incidentes.

A las 3.15, el taxi tomaba el carril de salida de la Lindsay Overway y bajaba en espiral hacia el centro de la ciudad. Cruzaron Central Park en diagonal y, a las 3.20, Ben Richards desaparecía en la urbe más grande sobre la faz de la tierra.