…Menos 79 y contando…

El ascensor se abrió directamente a la calle. Un policía estaba ante la fachada, en el parque Memorial Nixon. Sin embargo, no miró a Richards cuando salía. Se limitó a balancear la porra eléctrica con aire reflexivo mientras contemplaba la suave lluvia que impregnaba el aire del atardecer.

La lluvia había traído la oscuridad a las calles más pronto de lo habitual. Las luces brillaban con un aura mística en la penumbra, y la gente que hormigueaba por la calle Rampart bajo la mole del Edificio de Concursos no eran más que sombras insustanciales. Richards sabía que la suya era una más. Respiró profundamente el aire húmedo y saturado de azufre. Le sentó bien, a pesar del sabor. Le parecía que acababa de salir de la cárcel, cuando en realidad sólo había cambiado de celda. El aire le gustaba. El aire era magnífico.

«Permanezca cerca de los suyos», había dicho Killian. Y tenía razón, naturalmente. No era necesario que se lo advirtiera. Sin embargo, Co-op City sería la zona más batida a partir del día siguiente, cuando la tregua terminara.

Para entonces, Richards estaría ya muy lejos, al otro lado de las montañas. Anduvo tres bloques y detuvo un taxi. Esperaba que el Libre-Visor del taxi estuviera destrozado —muchos lo estaban—, pero el aparato funcionaba perfectamente y lanzaba al aire la sintonía final de El fugitivo. Mierda.

—¿Dónde vamos, amigo?

—A la calle Robard.

Eso estaba a cinco bloques de su destino: cuando el taxi le dejara, caminaría hasta el local de Molie por las callejas menos concurridas.

El taxi aceleró. Un viejo motor a gasolina, una sinfonía discordante de pistones y traqueteantes y múltiples ruidos. Richards se recostó contra los cojines de vinilo, con la esperanza de que allí le protegieran más las sombras.

—¡Eh, acabo de verle por Libre-Visión! —exclamó el taxista—. ¡Usted es ese Pritchard!

—Eso es, Pritchard —dijo Richards con resignación.

El Edificio de Concursos iba menguando en la distancia, y las tinieblas psicológicas parecían menguar proporcionalmente en su cabeza, pese a su mala suerte con el taxista.

—¡Vaya narices tiene, amigo! Sí, señor. ¡Jesús!, van a acabar con usted, ¿lo sabe? Le van a matar en cuanto le pongan la vista encima. Desde luego, ha de tener narices…

—Sí, dos. Como todo el mundo.

—¡Dos! —repitió el taxista, extasiado—. ¡Dos! ¡Muy bueno! ¡Vaya chiste! ¿Le importa que le diga a mi mujer que le he llevado en el taxi? Los Concursos la vuelven loca. Naturalmente, también tendrá que informar, pero eso no me dará los cien dólares, por desgracia. Los taxistas tienen que contar, al menos, con un testigo más, ya sabe. Y, con la suerte que tengo, nadie le habrá visto subir.

—Una verdadera lástima —dijo Richards—. Cuánto lamento el que no pueda colaborar a matarme. ¿Quiere que le deje una nota diciendo que he estado aquí?

—¿Lo dice de veras? ¡Eso sería…!

Acababan de cruzar el canal.

—Deténgase aquí —dijo Richards de pronto.

Sacó un Nuevo Dólar del sobre que Thompson le había entregado y lo dejó caer en el asiento delantero.

—¡Oiga, yo no he dicho nada! ¿Le he molestado, quizás?

—No —respondió Richards.

—¿No me dejaría esa nota…?

—A la mierda, gusano.

Saltó del vehículo y echó a andar hacia la calle Drummond. Ante él, esquelética, se alzaba Co-op City entre las sombras. La voz del taxista todavía llegaba hasta él: «¡Espero que te cojan pronto, desgraciado!».