…Menos 80 y contando…

Killian estaba entre bastidores, estremecido de placer.

—Una actuación magnífica, señor Richards. ¡Muy bien! Me encantaría poder darle un extra. Esos cortes de mangas… ¡Soberbios!

—Estamos aquí para complacerle —dijo Richards con ironía. En los monitores apareció un anuncio—. Déme la maldita cámara y váyase a la mierda.

—Aquí la tiene —respondió Killian, sonriendo todavía. Un técnico entregó el aparato a Richards. Killian añadió—: Cargada y lista para funcionar. Aquí están las cintas.

Le tendió una caja oblonga, pequeña y sorprendentemente pesada, envuelta en un hule.

Richards colocó la cámara en uno de los bolsillos del abrigo y las cintas en el otro.

—Muy bien. ¿Dónde está el ascensor?

—No tan deprisa —dijo Killian—. Todavía le quedan unos minutos. Doce, exactamente. El plazo de doce horas no empieza oficialmente hasta las seis y media.

Los gritos de furia habían empezado de nuevo. Volvió la cabeza y vio a Laughlin junto al escenario. El corazón le dio un vuelco.

—Me gusta usted, Richards, y creo que será un buen concursante —murmuró Killian—. Tiene un estilo crudo que me ha encantado desde el primer instante. Soy coleccionista, ¿sabe? Arte rupestre y egipcio, ésas son mis especialidades. Usted se parece más al primero que a las urnas egipcias, pero no importa. Deseo tanto conservarle a usted, o coleccionarle, si lo prefiere, como aprecio el arte rupestre asiático que he conservado y coleccionado.

—Pues use una grabación de mis ondas cerebrales, hijo de perra. Están en los archivos.

—Por eso quisiera darle un consejo —prosiguió Killian sin inmutarse—. No tiene usted ninguna posibilidad. Nadie la tendría con toda una nación detrás a la caza del hombre y con el equipo y entrenamiento increíblemente sofisticados que tienen los Cazadores. Pero si permanece oculto durará más. Utilice las piernas antes que cualquier arma que pueda conseguir. Y permanezca cerca de los suyos. —Killian alzó un dedo hacia Richards para hacer hincapié en ello—. No se mezcle con esos buenos tipos de clase media de ahí afuera; esos le odian absolutamente. Usted simboliza todos los miedos de estos tiempos oscuros e inquietos. Eso de ahí afuera no ha sido todo teatro o manipulación del público, Richards. Realmente le odian a muerte. ¿No lo nota?

—Sí —reconoció Richards—. Lo he notado. Yo también les odio.

Killian sonrió.

—Es por eso por lo que van a matarle a usted, Richards. —Killian posó una mano en el hombro de Richards; sus dedos tenían una fuerza sorprendente—. Por aquí.

Detrás de ellos, Bobby Thompson trataba de poner furioso a Laughlin para satisfacción del público.

Las pisadas de Killian y Richards resonaban en el silencio hueco del blanco pasillo. Iban solos. Al fondo había un ascensor.

—Aquí es donde nos separamos —dijo Killian—. Directo a la calle. Nueve segundos.

Tendió la mano por cuarta vez, y Richards volvió a rechazarla. Sin embargo, permaneció un instante más ante el ejecutivo.

—¿Qué sucedería si pudiera subir? —preguntó mientras hacía un gesto con la cabeza señalando al techo y a los ochenta pisos que quedaban por encima de éste—. ¿A quién podría matar ahí arriba? ¿A quién podría matar si llegara justo a la cima?

Killian emitió una breve risita y pulsó el botón junto al ascensor; las puertas se abrieron.

—Eso es lo que me gusta de usted, Richards. Piensa en grande.

Richards penetró en el ascensor. Las puertas empezaron a cerrarse.

—Permanezca con los suyos —repitió Killian.

Por fin, Richards quedó solo. El puño que sentía en el estómago fue relajándose mientras el ascensor bajaba hasta la calle.