…Menos 82 y contando…

El décimo piso del Edificio de Concursos era muy distinto de los inferiores, y Richards se dio cuenta de que nadie esperaba que llegara más arriba. La ficción de ir ascendiendo, que había empezado en el desagradable vestíbulo de la planta baja, terminaba allí, en el piso décimo. Allí estaban las instalaciones para la emisión.

Los pasillos eran amplios, blancos e inmaculados. Unos vehículos de un color amarillo vivo, movidos por motores a energía solar de la G. A., circulaban aquí y allá transportando puñados de técnicos de Libre-Visión a los estudios y las salas de control.

Un vehículo les aguardaba a la salida del ascensor, y los cinco —Richards, Burns y los vigilantes— subieron a bordo. Durante el recorrido, varias cabezas se volvieron a su paso y algunos dedos señalaron a Richards. Una mujer con un uniforme amarillo de la Comisión —pantalones cortos muy ceñidos y camiseta sin mangas— hizo un guiño a Richards y le mandó un beso. Él le dedicó un corte de mangas.

Le pareció que recorrían kilómetros de pasillos interconectados. A su paso localizó hasta doce estudios distintos. Uno de ellos contenía la infame cinta continua que utilizaban en Caminando hacia los billetes. Un grupo de visitantes de los barrios altos estaba probándola entre risas.

Por fin, llegaron ante una puerta en la que se leía:

EL FUGITIVO

ABSOLUTAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA

Burns hizo un gesto al vigilante instalado en la cabina blindada que había a la puerta y se volvió hacia Richards.

—Ponga la tarjeta en la ranura entre la cabina y la puerta.

Richards obedeció. La tarjeta desapareció en la ranura y se iluminó una lucecita en la cabina del vigilante. Éste pulsó un botón y la puerta se abrió. Richards volvió a subir al vehículo y fue conducido a la siguiente sala.

—¿Y la tarjeta? —preguntó Richards.

—Ya no la necesitará.

Se hallaban en una sala de control. La sección de consolas estaba vacía, a excepción de un técnico calvo que estaba sentado ante una pantalla de monitor en blanco, cantando una serie de números ante un micrófono.

Al otro lado de la estancia, a la izquierda, Dan Killian y otros dos hombres a quienes no conocía, todos ellos con gafas oscuras, estaban sentados alrededor de una mesa. Uno de ellos le resultaba vagamente familiar, y era demasiado guapo para ser un técnico.

—Hola, señor Richards. Hola, Arthur. ¿Le apetece un refresco, señor Richards?

Éste advirtió que estaba sediento; en el piso diez hacía mucho calor, a pesar de los muchos acondicionadores de aire que había visto.

—Póngame un zumo de frutas —dijo.

Killian se levantó, se acercó a una pequeña nevera y destapó un botellín de plástico de zumo artificial. Richards tomó asiento y asió la botella con gesto de asentimiento.

—Señor Richards, el caballero de mi derecha es Fred Victor, director de El fugitivo. Y estoy seguro de que habrá reconocido al otro: Bobby Thompson.

Thompson. Naturalmente. Presentador y maestro de ceremonias del programa. Llevaba una elegante túnica verde, levemente tornasolada, y lucía una mata de cabello rubio plateado lo bastante atractiva para resultar sospechosa.

—¿Se lo tiñe usted? —preguntó Richards.

Thompson enarcó sus impecables cejas.

—¿Cómo dice?

—No importa —respondió Richards.

—Tendrá que ser tolerante con el señor Richards —dijo Killian con una sonrisa—. Parece afectado por una dosis extrema de grosería.

—Es muy comprensible, dadas las circunstancias —murmuró Thompson mientras encendía un cigarrillo.

Richards notó que le envolvía una oleada de irrealidad.

—Venga por aquí, haga el favor —dijo Victor, haciéndose cargo de la situación.

Condujo a Richards hasta una hilera de pantallas en el extremo opuesto de la estancia. El técnico había terminado su cantinela de números y había salido de la sala.

Victor pulsó dos botones y aparecieron diversas tomas de El fugitivo en diferentes ángulos.

—No vamos a regirnos por un guión estricto —dijo Victor—, pues consideramos que resta espontaneidad. Bobby improvisa sobre la marcha y, realmente, hace un trabajo formidable. Salimos al aire a las seis en punto, hora de Harding. Bobby está en el escenario central, sobre ese estrado azul. Hace la presentación y da el historial del concursante. El monitor ofrecerá un par de imágenes fijas. Usted estará entre bastidores, en el escenario de la derecha, flanqueado por dos vigilantes de la Comisión, que saldrán con usted, armados de material antidisturbios. Las porras eléctricas serían más prácticas si decidiera usted poner dificultades, pero el equipo antidisturbios resulta mejor para el espectáculo.

—Claro —asintió Richards.

—Habrá grandes abucheos entre el público. También lo hacemos así para potenciar el espectáculo. Igual que en los partidos de matabol.

—¿También van a dispararme con balas de mentira? —preguntó Richards—. Podrían ponerme unas cuantas bolsas de sangre para fingir que me mataban. Esto también sería un buen espectáculo, ¿no creen?

—Preste atención, por favor —dijo Victor—. Cuando oiga su nombre, se adelanta con los vigilantes. Bobby le…, le entrevistará. Exprésese en la forma más vívida que se le ocurra. Así se da más espectáculo. Después, a las seis y diez, justo antes de los primeros anuncios, le harán entrega del dinero de bolsillo y saldrá, sin guardias, por el lado izquierdo. ¿Lo ha comprendido?

—Sí. ¿Qué hay de Laughlin?

Victor frunció el ceño y encendió un cigarrillo.

—Entrará después de usted, a las seis y cuarto. Tenemos dos concursantes simultáneamente porque, a menudo, uno de ellos no consigue…, hum…, mantenerse lejos de los Cazadores por mucho tiempo.

—¿Y el muchacho es el reserva?

—¿El señor Jansky? Sí. Pero todo eso no le importa, señor Richards. Cuando salga por la izquierda, se le entregará una cámara de vídeo del tamaño de una bolsa de palomitas de maíz. El aparato pesa dos kilos y medio. Con ella se le entregarán sesenta cintas de vídeo de unos diez centímetros de longitud. Todo el equipo cabe en el bolsillo de una chaqueta sin que se note. Un triunfo de la tecnología moderna.

—Magnífico.

Victor apretó los labios y continuó:

—Como ya le ha dicho Dan, señor Richards, usted sólo es un concursante para el público. En realidad es usted un obrero, y debe pensar así al desempeñar su papel. Las cintas de vídeo pueden ser depositadas en cualquier buzón de correos, y nos serán traídas inmediatamente para que podamos emitirlas esa misma tarde. Si no deposita dos cintas al día, consideraremos que ha incumplido las condiciones del concurso y dejaremos de pagarle lo acordado.

—Pero aun así seré perseguido y cazado.

—Exacto, así que es mejor que envíe las cintas. Le aseguro que no se utilizarán para su localización; los Cazadores actúan con independencia de la sección de emisiones.

Richards tenía sus dudas al respecto, pero no dijo nada.

—Una vez le hayamos entregado el equipo, será escoltado hasta el ascensor que lleva a la calle. Este sale directamente a la calle Rampart. Una vez allí, todo dependerá de usted. —Hizo una pausa—. ¿Alguna pregunta?

—No.

—Entonces, el señor Killian tiene un detalle más que comunicarle.

Volvieron hasta donde Dan Killian se encontraba conversando con Arthur M. Burns. Richards pidió otro zumo de frutas, que le fue servido.

—Señor Richards —dijo Killian mientras le dedicaba una deslumbradora sonrisa—. Como sabe, dejará el estudio desarmado. Sin embargo, eso no quiere decir que no pueda conseguir armas por cauces legales o ilegales. ¡Desde luego que no! Usted, o sus familiares, recibirá otros cien dólares por cada Cazador o representante de la ley que consiga despachar…

—Ya sé, no me lo diga —le interrumpió Richards—: Es para dar más espectáculo.

Killian volvió a sonreír, complacido.

—Es usted muy astuto, señor Richards. Así es. No obstante, procure no matar a ningún espectador inocente. Eso no vale.

Richards no dijo nada.

—El otro aspecto del programa…

—Los soplones y aficionados a las cámaras. Ya sé.

—No son soplones. Son buenos ciudadanos norteamericanos. —Resultaba difícil saber si el tono dolido de Killian era real, o puramente irónico—. De todos modos, hay un teléfono de urgencias al que puede llamar cualquier persona que le localice, Cada avistamiento verificado con resultado de muerte son mil dólares. Los aficionados al vídeo reciben diez dólares por palmo de imagen, y…

—¡Un retiro a la bella Jamaica con dinero manchado de sangre! —gritó Richards, mientras abría los brazos—. ¡Pase las imágenes en un centenar de noticiarios semanales en tres dimensiones! ¡Sea ídolo de millones de personas! Holografíenos si quiere más detalles.

—Ya basta —musitó Killian con voz tranquila.

Bobby Thompson se estaba puliendo las uñas. Victor se había alejado y su voz llegaba lejana; estaba dando una reprimenda a alguien por una cuestión de colocación de cámaras. Killian apretó un botón.

—¿Señorita Jones? Ya puede usted hacerse cargo. —Se puso en pie y tendió una vez más la mano a Richards—. Ahora pasará al maquillaje. Después, las pruebas de iluminación. Permanecerá usted fuera del escenario y ya no volveremos a vernos hasta el programa, así que…

—Ha sido un placer —dijo Richards, rechazando nuevamente su mano.

La señorita Jones le condujo fuera de la sala. Eran las 2.30.