Richards pasó el sábado con una enorme resaca. Por la noche casi la había superado, y pidió dos botellas más de bourbon con la cena. Apuró ambas y se despertó con la pálida luz del amanecer del domingo viendo grandes orugas de ojos planos y asesinos bajando por la pared opuesta de la habitación. Decidió que no le interesaba llegar al martes en condiciones tan lamentables y dejó de beber.
Esta vez, la resaca tardó más en disiparse. Devolvió mucho y, cuando ya no tuvo nada que devolver, siguió teniendo violentas arcadas. Estas remitieron hacia las seis de la tarde del domingo y pidió una sopa para cenar. Nada de bourbon. Pidió que le pusieran por los altavoces una docena de discos de neo-rock, y se cansó pronto de ellos.
Se acostó temprano. Y durmió mal.
Pasó la mayor parte del lunes en la pequeña terraza acristalada que se abría en el dormitorio. Estaba ahora muy por encima de los muelles, y el día era una serie de chaparrones y claros muy agradable. Leyó dos novelas, volvió a acostarse pronto y durmió un poco mejor. Tuvo un sueño desagradable: Sheila había muerto y él estaba en su funeral. Alguien la había colocado en el ataúd y le había puesto en la boca un grotesco ramillete de Nuevos Dólares. Intentó correr hacia ella para quitar aquella obscenidad, pero unas manos le sujetaron por detrás. Una docena de vigilantes le retenía. Uno de ellos era Charlie Grady, quien sonreía y decía: «Eso es lo que les sucede a los perdedores, gusano». Ya estaban apuntando con las pistolas a su cabeza cuando despertó.
—Martes —murmuró mientras saltaba de la cama.
El reloj de la G. A. colgado de la pared indicaba las siete y nueve minutos. La emisión tridimensional en directo de El fugitivo llegaría a los hogares de toda Norteamérica dentro de once horas. Sintió una cálida gota de temor en el estómago. Dentro de veintitrés horas empezaría el concurso de verdad.
Tomó una larga ducha caliente, se vistió con el mono de la Cadena y pidió huevos con jamón para desayunar. También pidió al ordenanza de turno que le enviara un cartón de cigarrillos.
Pasó el resto de la mañana y las primeras horas de la tarde leyendo tranquilamente. Eran las dos en punto cuando dieron un único toque discreto en la puerta. Entraron tres vigilantes y Arthur M. Burns, con un aspecto extravagante y bastante ridículo con su camiseta de la Comisión. Cada vigilante llevaba una porra eléctrica.
—Ha llegado el momento de nuestra última charla, señor Richards —dijo Burns. ¿Le importaría…?
—Desde luego que no —respondió Richards.
Puso un punto, en el libro que había estado leyendo y lo dejó en la mesilla de la sala. De pronto se sentía aterrado, muy cerca del pánico, pero se alegró mucho de no percibir temblor alguno en sus dedos.