…Menos 85 y contando…

La habitación era suntuosa.

Una moqueta de pared a pared y lo bastante gruesa como para nadar en ella cubría el suelo de las tres piezas: sala, dormitorio y baño. El Libre-Visor estaba desconectado y prevalecía un espléndido silencio. Había flores en los jarrones y un botón con el discreto rótulo de SERVICIO en la pared, junto a la puerta. El servicio también sería rápido, pensó con ironía. Ante la puerta de su habitación había un par de vigilantes, sólo para asegurarse de que no rondaba por ahí sin control. Pulsó el botón y abrió la puerta.

—¿Sí, señor Richards? —dijo uno de los hombres. Richards creyó ver lo amargo que aquel «señor» debía de saberle al tipo—. El bourbon que ha pedido llegará…

—No se trata de eso —respondió Richards. Mostró al vigilante los cupones que Killian le había hecho llegar—. Quiero que lleve esto a un sitio.

—Escriba el nombre y la dirección, señor Richards, y me encargaré de que lo lleven.

Richards encontró el resguardo del zapatero y escribió su dirección y el nombre de Sheila en el reverso. Entregó el arrugado papel y el libro de cupones al vigilante. Éste ya se volvía, cuando un nuevo pensamiento pasó por la mente de Richards.

—¡Eh! ¡Un momento!

El tipo dio media vuelta y Richards le quitó de la mano los cupones. Abrió el talonario por el primer cupón y arrancó una décima parte del mismo por la línea de puntos. Eso equivalía a un Nuevo Dólar.

—¿Conoce a un vigilante llamado Charlie Gray?

—¿Charlie? —El hombre le miró sorprendido—. Sí, conozco a Charlie. Tiene servicio en el quinto piso.

—Déle esto. —Richards le tendió el fragmento de cupón—. Dígale que los otros cincuenta centavos son sus intereses de usurero.

El vigilante se dispuso a irse de nuevo, pero Richards le llamó una vez más.

—Me traerá un recibo de mi esposa y de Charlie, ¿verdad? Por escrito.

Vio la actitud de abierto disgusto en el rostro del vigilante.

—¿No confía en la gente?

—Claro que sí —replicó Richards con una fina sonrisa—. Eso es lo que me han enseñado los policías. He aprendido a confiar en todo el mundo, al sur del Canal.

—Será divertido ver como le persiguen —añadió el vigilante—. Me quedaré pegado al Libre-Visor con una cerveza en cada mano.

—Usted tráigame esos recibos —insistió Richards mientras cerraba la puerta con suavidad en las narices del tipo.

La botella de bourbon llegó veinte minutos después, y Richards pidió al sorprendido camarero un par de novelas largas.

—¿Novelas?

—Libros. Ya sabe. Lectura. Palabras. Prensa impresa —explicó Richards, haciendo ver que pasaba unas páginas.

—En seguida, señor —dijo el camarero, titubeante—. ¿Quiere pedir la cena?

¡Señor!, la mierda se estaba espesando. Se estaba ahogando en ella. Richards tuvo de pronto una visión fantástica, de cómic: Un hombre caía por el agujero del retrete y se ahogaba en una mierda rosada que olía a Chanel número 5. Resultado final: Seguía sabiendo a mierda.

—Bistec. Guisantes. Puré de patatas.

Señor, ¿qué tendría Sheila para cenar? ¿Una píldora de proteínas y una taza de sucedáneo de café?

—Leche. Pastel de manzana con crema. ¿Lo tiene todo?

—Sí, señor. ¿Desea…?

—No —le cortó Richards, súbitamente abatido—. No. Largo.

No tenía apetito. El más mínimo.