El despacho era lo bastante espacioso para jugar en él un partido de matabol. Estaba dominado por una enorme ventana panorámica que ocupaba toda una pared y ofrecía una vista hacia poniente de las casas de la clase media, los almacenes y depósitos de los muelles y el propio lago Harding, al fondo. El cielo y las aguas tenían el mismo tono grisáceo, y todavía estaba lloviendo. A lo lejos, un gran carguero pasaba de derecha a izquierda.
El hombre situado al otro lado del escritorio era de mediana estatura y piel muy negra. Tan negra, de hecho, que por un instante a Richards le pareció casi irreal. Parecía salido de uno de esos espectáculos antiguos en que actuaban blancos maquillados de negros.
—Señor Richards…
El hombre se levantó y le tendió la mano por encima del escritorio. No pareció demasiado sorprendido de que Richards no le devolviera el saludo. Sencillamente, retiró la mano y se sentó.
Frente al escritorio había otro asiento. Richards se acomodó en él y aplastó la colilla de su cigarrillo en un cenicero que lucía el emblema de la Comisión.
—Soy Dan Killian, señor Richards. Probablemente, ya habrá adivinado por qué está aquí. Nuestros datos y los test indican que es usted un hombre inteligente.
Richards juntó las manos y esperó.
—Ha sido declarado candidato a concursante de El fugitivo, señor Richards. Nuestro concurso número uno, el más lucrativo y el más peligroso para los participantes. Tengo el impreso de consentimiento definitivo aquí, sobre el escritorio, y no tengo ninguna duda de que lo firmará. Sin embargo, antes quiero explicarle por qué le hemos seleccionado, y quiero que entienda bien en qué se está metiendo.
Richards no dijo nada.
Killian tomó el informe depositado en la inmaculada superficie del escritorio. Richards alcanzó a leer su nombre mecanografiado en la tapa. Killian lo abrió.
—Benjamin Stuart Richards. Veintiocho años, nacido el ocho de agosto de mil novecientos noventa y siete, en ciudad de Harding. Escuela de Oficios Manuales de Ciudad-Sur desde septiembre de dos mil once hasta diciembre de dos mil trece. Suspendido dos veces por falta de respeto a la autoridad. Creo que le dio una patada al subdirector en la parte superior del muslo mientras estaba de espaldas, ¿no fue así?
—No —respondió Richards con sequedad—. La patada se la di en el culo.
—Como usted prefiera, señor Richards —asintió Killian—. Casado con Sheila Richards, nacida Gordon, a los dieciséis. Contrato de por vida, al viejo estilo. Un rebelde de los pies a la cabeza, ¿no es así? No afiliado a sindicatos por negarse a firmar el Juramento Sindical de Fidelidad y los Artículos de Control de Salarios. Creo que llamó usted al gobernador de área, Johnsbury, «cebón hijo de perra».
—Sí.
—Tiene un registro laboral lleno de incidentes, y ha sido despedido…, veamos…, un total de seis veces por asuntos como insubordinaciones, insultos a los superiores o críticas abusivas a la autoridad.
Richards se encogió de hombros.
—En pocas palabras, se le considera un anti-autoritario y un antisocial. Un heterodoxo lo bastante inteligente para no estar en la cárcel y no tener problemas graves con el Gobierno. Además, no es adicto a nada. El psicólogo ha dicho que veía usted lesbianas, excrementos y un vehículo contaminante a gasolina en varias de las manchas de tinta. También ha informado que presentaba un grado de euforia inexplicablemente alto…
—Me recordaba a un chico que conocí de niño. Le gustaba esconderse bajo las gradas del campo de deportes de la escuela y masturbarse. Me refiero al chico. No sé qué le gusta hacer a ese psicólogo suyo…
—Comprendo. —Killian sonrió un instante y sus ojos brillaron en la oscuridad de su rostro. Después volvió al informe—. En algunas preguntas ha optado por respuestas racistas prohibidas por la Ley Racial de dos mil cuatro. También ha dado diversas respuestas violentas durante el test de asociación de palabras.
—Estoy aquí por asuntos de violencia —replicó Richards.
—Eso es cierto. Sin embargo, estas respuestas nos causan una gran inquietud, y ahora hablo en un sentido más amplio que como responsable de los Concursos; me estoy refiriendo a los intereses nacionales.
—¿Tiene miedo a que alguien haga estallar su sistema una de estas noches? —preguntó Richards con una sonrisa.
Killian se humedeció el pulgar en actitud pensativa y pasó a la hoja siguiente.
—Por suerte para nosotros, el destino nos ha otorgado un rehén, señor Richards. Usted tiene una hija llamada Catherine, de dieciocho meses. ¿Un regalo inesperado? —preguntó dirigiéndole una sonrisa helada.
—No. Planificado —respondió Richards sin rencor—. Entonces trabajaba para la General Atomics. De algún modo, parte de mi semen no resultó afectado. Una broma divina, quizás. Tal como está el mundo, a veces pienso que debíamos de estar locos.
—Sea como fuere, ahora está aquí —continuó Killian con su misma sonrisa fría—. Y el martes próximo aparecerá en El fugitivo. ¿Ha visto alguna vez el programa?
—Sí.
—Entonces ya sabrá que es lo más grande de la programación de Libre-Visión. Está lleno de oportunidades para la participación del espectador, tanto directa como indirecta. Yo soy el productor ejecutivo de la emisión.
—Es un auténtico placer —murmuró Richards.
—Nuestro programa es también uno de los medios más seguros de que dispone la Cadena para desembarazarse de personas potencialmente problemáticas como usted, señor Richards. Llevamos seis años en antena. Y hasta la fecha no ha habido supervivientes. Si quiere que le sea brutalmente sincero, no esperamos que los haya.
—Entonces, seguro que hacen trampas —respondió Richards con voz hueca.
Killian pareció más divertido que horrorizado.
—Eso no es cierto. Olvida que usted es un anacronismo, señor Richards. La gente no se agolpa en bares y locales públicos ni se apretuja bajo el frío alrededor de los escaparates de las tiendas de electrodomésticos deseando verle escapar. ¡Ni mucho menos! Quieren verle borrado del mapa, y colaborarán si pueden. Y además, está McCone. Evan McCone y los Cazadores.
—Parece el nombre de un neo-grupo —dijo Richards.
—McCone no pierde nunca.
Richards dejó escapar un gruñido.
—Aparecerá usted en directo el martes por la noche —continuó Killian—. Los programas siguientes serán un montaje de cintas, películas y transmisiones en directo y en tres dimensiones cuando sea posible. En ocasiones hemos interrumpido la programación normal cuando un concursante destacado está a punto de alcanzar su…, su Waterloo personal, podríamos decir.
»Las normas son la esencia de la sencillez. Usted, o los familiares que le sobrevivan, ganará cien Nuevos Dólares por cada hora que permanezca libre. Le adelantaremos cuatro mil ochocientos dólares en la seguridad de que podrá eludir a los Cazadores durante cuarenta y ocho horas. Naturalmente, si cae usted antes de ese plazo la cantidad no gastada volverá al programa. Se le conceden doce horas de ventaja. Y si sobrevive treinta días, se lleva el Gran Premio. Mil millones de Nuevos Dólares.
Richards echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Eso es exactamente lo que pienso —asintió Killian con una seca sonrisa—. ¿Alguna pregunta?
—Sólo una —dijo Richards, incorporándose hacia delante. Había desaparecido de sus facciones el menor rasgo de humor—. ¿Qué le parecería ser usted el de ahí fuera, el fugitivo?
Killian se echó a reír. Se llevó la mano al estómago y su enorme carcajada de caoba resonó en la sala.
—¡Ah…, señor Richards…, tendrá usted que perdonarme! —Y estalló en una nueva carcajada.
Por fin, mientras se secaba los ojos con un gran pañuelo blanco, Killian pareció recobrar el control.
—Ya ve, señor Richards. No es usted el único con sentido del humor. Usted… —Contuvo un nuevo acceso de risa—. Perdóneme, por favor. Me ha entrado la risa floja…
—Ya lo veo.
—¿Más preguntas?
—No.
—Muy bien. Habrá una reunión con el equipo antes del programa. Si a esa fascinante cabecita suya se le ocurre alguna pregunta, resérvela hasta entonces.
Killian pulsó un botón del escritorio.
—Olvídese de llamar a las chicas —dijo Richards—. Estoy casado.
—¿Está seguro? —inquirió Killian, enarcando las cejas—. La fidelidad es admirable, señor Richards, pero hay mucho tiempo desde el viernes hasta el martes, y considerando que quizás no vuelva a ver a su mujer…
—Estoy casado.
—De acuerdo. —Hizo un gesto con la cabeza a la muchacha que había aparecido por la puerta y ésta desapareció—. ¿Qué podemos hacer por usted, entonces? Tendrá una habitación privada en el noveno piso y se le servirá de comer a discreción, dentro de lo razonable.
—Una buena botella de bourbon. Y un teléfono para hablar con mi muj…
—¡Ah! No, lo siento, señor Richards. Podemos arreglar lo del bourbon, pero una vez firme este impreso final —y al decir esto acercó el documento a Richards junto con un bolígrafo— quedará incomunicado hasta el martes. ¿Quiere volver a pensarse lo de la chica?
—No —respondió Richards, mientras garabateaba su firma en la línea de puntos—. Pero que sean dos botellas.
—Muy bien.
Killian se levantó y le tendió la mano de nuevo.
Richards volvió a hacer caso omiso y se alejó.
Killian le siguió con la vista. Tenía los ojos inexpresivos y no sonreía.