…Menos 88 y contando…

La sala de espera del octavo piso era muy pequeña, íntima y privada. Estaba tapizada de terciopelo y Richards la estudió con detalle.

Al salir del ascensor, tres de los candidatos habían sido conducidos hacia otro pasillo por tres vigilantes. Richards, el hombre de la voz agria y el muchacho del parpadeo habían quedado solos.

Una recepcionista, que a Richards le recordó vagamente a alguna de las antiguas estrellas sexy (¿Liz Kelly? ¿Grace Taylor?) de la antigua televisión que miraba de niño, les dedicó una sonrisa cuando entraron. Estaba sentada tras un escritorio en un rincón, rodeada de tantas plantas que parecía ocultarse en una trinchera tropical.

—Señor Jansky —dijo la muchacha, con una sonrisa deslumbradora—. Haga el favor de pasar.

El muchacho del parpadeo entró en el sanctasanctórum por una puerta situada cerca del escritorio. Richards y el otro hombre, cuyo nombre era Jimmy Laughlin, iniciaron una circunspecta conversación. Richards descubrió que Laughlin vivía a sólo tres bloques del suyo, en la calle Dock. Había tenido un empleo por horas hasta el año anterior como limpiador de motores de la General Atomics, pero le habían despedido por participar en una sentada de protesta contra la ineficacia de los trajes protectores contra la radiación.

—Bien, por lo menos estoy vivo —decía—. Según esos gusanos, eso es lo que cuenta. Soy estéril, por supuesto, pero eso no cuenta. Es uno de los pequeños riesgos que se corren por ese sueldo principesco de siete Nuevos Dólares al día.

Una vez despedido por la General Atomics, el brazo impedido le había dificultado hallar otro empleo. Su esposa había enfermado de asma dos años atrás y estaba ahora en cama.

—Así que, finalmente, me decidí a ir a por el primer premio —añadió Laughlin con una amarga sonrisa—. Quizá consiga llevarme a unos cuantos por delante antes de que los chicos de McCone me agarren.

—¿De veras crees que…?

El fugitivo. Apuesta lo que quieras a que sí. Invítame a uno de esos infectos cigarrillos, amigo.

Richards le ofreció uno.

Se abrió la puerta y el chico del parpadeo salió del brazo de una hermosa muñeca vestida apenas con dos pañuelos y una plegaria. El muchacho les dirigió una sonrisa breve y nerviosa antes de desaparecer.

—¿Señor Laughlin? ¿Quiere entrar, por favor?

Richards quedó solo, a excepción de la recepcionista, que había desaparecido de nuevo en su madriguera.

Se levantó y avanzó hasta el expendedor automático de cigarrillos del rincón. El tabaco era gratis, y Richards se dijo que Laughlin debía de estar en lo cierto. La máquina ofrecía también Dokes. Tomó un paquete de Blams, se sentó y lo encendió. Sí, volvió a decirse. Debían de haber llegado a la Primera División.

Unos veinte minutos después, Laughlin salió con una rubia ceniza del brazo…

—Una amiga del trabajo —le dijo a Richards, señalando a la rubia. Ella sonrió con prontitud. Laughlin parecía apenado—. Al menos, el muy cerdo habla claro. Ya nos veremos.

Laughlin se fue, y la recepcionista sacó la cabeza de su trinchera.

—¿Señor Richards? ¿Quiere entrar, por favor?

Richards entró.